Viaje a Boston en un tren como de hace veinte años. Hace veintiuno exactamente vine por primera vez en un tren idéntico. Ahora el paisaje son rachas de bosque nevado, extensiones baldías de aparcamientos y de viejas fábricas de ladrillo rojizo tapiadas, torres de aparcamientos, bahías heladas con casas de madera color crema, viejos puentes de hierro que vibran al paso del tren. Venimos a Harvard a dar una charla al alimón. El río Charles inmenso y helado bajo el cielo gris, la corriente muy blanca. Siempre sorprende la anchura de estos ríos de América. A éste le dedicó un poema Dámaso Alonso: A un río le llamaban Carlos. Por aquí anduvo una parte del exilio universitario español: Juan Marichal, Jorge Guillén Claudio Guillén, Stephen Gilman. Ahora me encuentro, como hace más de veinte años, con Luis Fernández Cifuentes, que me cuenta con entusiasmo sus investigaciones sobre la cultura española de los años 50, su admiración por una gran película más o menos olvidada, Marcelino Pan y Vino, del incomparable Ladislao Vajda. Elvira le dice: “En realidad a lo que se parece esa película es a Frankenstein”. Es la pura verdad: el asombro y el miedo en los ojos del niño ante la aparición de la criatura inusitada a la que solo él puede ver.
Estoy impaciente porque mañana vamos nada menos que a Concord: la ciudad de Thoreau y los Alcott, la de Emerson, la de Walden Pond, la de la Concord Sonata de Charles Ives. Hay una sed de los ojos que anticipan lo que desean ver.