Llevaban días advirtiendo que esta mañana comenzaba una tormenta de nieve. Me desperté temprano, porque al llegar aquí, con el cambio de hora, me vuelvo sin esfuerzo un madrugador, y como había tanto silencio en la calle pensé que ya estaría nevando. Entonces me di cuenta de que faltaba algo en el paisaje acústico de la ciudad bajo la nieve: el raspar de las palas contra el cemento de las aceras. Me asomé a la ventana y estaba amaneciendo en una quietud absoluta, el cielo liso y gris sobre las cornisas de los edificios y los depósitos de agua.
Cuando salí a la calle noté en el aire no copos sino granos mínimos de nieve. Pesaban tan poco que no caían. Flotaban, o ni siquiera eso, aparecían y desaparecían como esas partículas subatómicas que solo existen durantes unas milésimas de segundo. Según iba hacia el metro los copos se hacían más perceptibles y el suelo se volvía blanco, como espolvoreado con azúcar o harina. El vagón con el piso embarrado y lleno de gente muy abrigada y con caras de desaliento invernal parecía la sala de espera de una estación de provincias en lo profundo de Siberia.
Ahora, mientras escribo, hace mucho viento y la nieve espesa cruza en horizontal a través de mi ventana y sumerge en una bruma blanca el edificio de enfrente. En la radio dicen que los dos aeropuertos de la ciudad están cerrados. Qué ganas de quedarse en casa, mirando el invierno desde la ventana, leyendo, trabajando, escuchando música. Ahora sí que se oyen las palas de los porteros despejando las entradas a los edificios y el fragor lento de las máquinas quitanieves.