La habitación está encalada de blanco y por el balcón entra el clamor continuo y acompasado del mar y una brisa que lo cura a uno de los calores secos del verano de Madrid. Sólo al llegar aquí me doy cuenta de todo el cansancio que traía, ese cansancio al que se acostumbra uno tanto que ya lo confunde con la normalidad. Hay caminos secretos que llevan por los acantilados y los pinares y las calas de vértigo y agua transparente. En cualquier fonda cerca de la playa le sirven a uno asombrosos arroces, ensaladas frescas con tomates muy rojos y cebolla picada muy dulce y un aceite de oliva que relumbra en la botella como un lingote de oro.
Este es el territorio de Josep Pla: él inventó una prosa a la medida de la intensidad sensorial de este mundo.
