He salido hace un rato para comprar algo de cena y había un anochecer de grandes nubes violetas y de una cierta humedad en el aire, como de polvo mojado. Es uno de esos anocheceres de pleno de verano que anticipan septiembre, con su promesa de días más frescos y nuevo comienzo y su melancolía de que el verano se haya ido tan rápido.
Este habrá sido un verano raro. El luto tiene un primer golpe que se resuelve en llanto y en estupor, y un segundo efecto más duradero, mucho más insidioso, que es la conciencia gradual de eso que siendo tan común, lo más común del mundo, es inaceptable para la imaginación humana: que los muertos se van para siempre, que uno no verá nunca más a una persona querida. Quizás en ese defecto de la imaginación se apoya la idea, inverosímil, de que haya otra vida, de que de algún modo la voz, la cara, las manos, el carácter, la figura del muerto quedan preservadas, a pesar de su extinción física.
Los sábados, cada sábado de verano, Manolo venía a comer. Si no era hora de sentarnos a la mesa se quedaba fumando a la sombra de la higuera. A las personas más cercanas uno se las sabe más o menos de memoria. Sabíamos que Manolo iba a entrar quejándose del calor y que a continuación iba a pedir un cenicero y un vaso de vino tinto. Sabíamos que hablaría mucho y hasta sabíamos también las cosas que iba a contar, y nada más empezada una de sus divagaciones o sus reminiscencias preveíamos el itinerario exacto. Había sido un excelente comensal, muy agradecido por los platos que se le cocinaban, pero ya comía distraídamente, sin fijarse, como aburrido, el mentón apoyado en la mano derecha, el cigarrillo encendido entre plato y plato. Después estaba la sobremesa con el café, y el tenía reservado siempre el mismo rincón del sofá, junto a la mesa lateral donde ponía el cenicero.
Parecía que esas costumbres habían durado desde siempre -y por lo tanto que durarían siempre. Los sábados, la comida, el vino tinto, la sombra de la higuera, el café, el vaso con hielo para su whisky de después del café, sus despedidas siempre algo tristes, más todavía cuando se acercaba nuestro viaje a Nueva York. Era un buen hombre que hasta muy tarde disfrutó mucho de la vida y que quizás por eso nunca supo o no quiso reconciliarse con la afrenta de envejecer. Han pasado cuatro sábados desde que Manolo murió, y yo no puedo mirar su esquina del sofá sin que me dé una congoja brusca, el recordatorio de que ya no volverá a sentarse ahí, hundiendo los cojines bajo una corpulencia que hasta hace no mucho siguió siendo vigorosa. Prefiero que por ahora en esa esquina no se siente nadie.