Cuando César vuelve del territorio familiar de Ademuz nos trae cajas de manzanas recién recogidas que llenan la casa entera de una fragancia de manzanas, y a veces también bolsas de madalenas de la panadería de unos tíos que lo envuelven a uno en la atmósfera cálida de las panaderías de la infancia. Comemos manzanas y desayunamos madalenas “Elvira” hasta que se nos acaban, y el olor sigue durando algún tiempo, como una nostalgia. Hace algo más de un año, Felipe Cano vino a Madrid, y cuando nos encontramos en el café Comercial me regaló una cajita de madera que tenía dentro un nido tejido por un vecino suyo. En Navidad mi madre nos manda desde Úbeda una caja de lata llena de los borrachuelos que ella y mi tía Juani hacen cada año, con una recete idéntica a la que nos perfumaba los días de aceituna en la infancia. En estos días de feria, nuestros amigos de la librería Méndez nos regalaron una botella exquisita de aceite virgen extra; Yolanda me trajo una tarta de queso que sabía como las de Nueva York; Jorge Fogonazo, repostero supremo, un bizcocho oloroso con textura de esponja; y el poeta José Carlos una botella de vino y varios cuadernos de tapas escolares en los que tomaré apuntes estos próximos meses. Hay más regalos que el cansancio ahora no me deja recordar. Uno quisiera que la literatura tuviera esa misma calidad alimenticia y tangible de los regalos que recibe; un don con el que habitar lugares y sustentar horas de la vida.
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