Hay ciudades queridas de las que uno nunca anda demasiado lejos. Llevaba unos días viviendo en el Buenos Aires fantásmagórico del final de los años veinte, gracias a Bioy y El sueño de los héroes -una novela llena de caminatas y de nombres de lugares, de viajes en tranvía, en taxi, en coche de caballos, de paisajes periféricos que tienen una geografía de sueños- y anoche completé el viaje porteño viendo una excelente película de Daniel Burman, “El abrazo partido”. El barrio de Emilio Gauna, el pobre héroe atribulado de Bioy, es Saavedra; el de los personajes de Burman es el Once, que se parece tanto a lo que debió de ser el Garment District de Nueva York hasta hace veinte o treinta años, comercios de telas al por mayor, barullo en las aceras, judíos ortodoxos gesticulando en las esquinas. Qué difícil es contar con arte la vida ordinaria de la gente: cómo seduce de inmediato cuando se logra, lo cotidiano memorable. La historia, los actores, son asombrosos en la película de Burman, con esa naturalidad enfática tan de Buenos Aires. La dirección me parece algo atropellada -pero quién no sucumbe, sobre todo cuando es joven, a las tentaciones del estilo. Nos quedamos viendo la película hasta después de medianoche, y al terminar se nos acentuaba la añoranza de Buenos Aires, que es una de las tres o cuatro capitales de nuestra vida, y desde luego de nuestra imaginación.
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