Cada día me convenzo más. La poesía es una de las cosas más inmediatas, más prácticas, más tangibles que existen. Cuando yo trabajaba en el Cervantes de Nueva York y tenía muy poco tiempo para leer había días que me sustentaba la imaginación con uno o dos poemas leídos en el metro, como el que se toma unos frutos secos en el desfallecimiento de una caminata. Mi amigo Howard lo llamaba “the quick fix of poetry”, la dosis rápida. Lo pienso estos días porque saqué de la biblioteca pública un tomo con la poesía escogida de Adrienne Rich, que murió el año pasado a los ochenta y tres años. No paro de sumergirme y bucear en él, y nunca salgo sin un tesoro. La secuencia de 21 poemas de amor que publicó a mediados de los años setenta contiene una mezcla de intensidad erótica y lucidez intelectual que resulta arrebatadora. Que sean poemas dedicados abiertamente a otra mujer no amortigua para mí la apasionada identificación con lo que estoy leyendo, no en silencio, sino en voz baja, para disfrutar aún más el hecho físico de la lectura. ” If I feel physically as if the top of my head were taken off, I know that is poetry”, dice Emily Dickinson en una carta. Fácil de comprender pero difícil de decir bien en español.
En una entrevista con el poeta y melómano Francisco Javier Irazoki he descubierto que tiene ideas tan utilitarias como las mías. La poesía sirve para despertar la mirada y la conciencia, como esa palmada que lo saca a uno de golpe de su ensimismamiento. Y desde luego, como dice Irazoki, va más allá de la literatura.