Quizás un país de tan grandes distancias y tan propenso a las grandes soledades como Estados Unidos favorece más que surjan esos talentos insulares que no se parecen a nadie, que viven como eremitas y crean más o menos en secreto obras de una orginalidad alimentada por el aislamiento. En las ferias de antigüedades, en los mercadillos de los fines de semana, de vez en cuando se encuentran piezas de eso que llaman Folk Art que lo atraen a uno desde lejos en medio de la sobreabundancia desordenada de objetos en venta: paisajes de bosques, de ríos, de cabañas de troncos, pintados con una tiesa solvencia sobre paneles de madera; figuras policromadas de patos que sirvieron como reclamos para la caza; cerdos o vacas de madera que adornaron el escaparate de una carnicería; jefes indios tallados que se ponían en las puertas de los estancos; ballenas, salmones, caballos, cabezones de sombrererías, maniquíes de mejillas rojas y sonrisas heladas. Muchas veces son obras de artesanos que atendían a una demanda comercial; tienen una especie de rudeza jovial, una simpleza contundente de formas que hace palidecer por comparación muchos de los atrevimientos del pop: un teléfono de madera del tamaño de una maleta, un zapato enorme de color azul cobalto, un sacacorchos de dos metros de alto, todos ellos reclamos comerciales, parecen anticipar los objetos cotidianos agigantados de Claes Oldenburg.
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