Volver a Madrid y encontrar una exposición de Edward Hopper en el Thyssen es no haber vuelto del todo o regresar durante un par de horas a una atmósfera visual que solo puede ser americana. Hopper es un pintor radicalmente americano no ya por los paisajes o los temas que trata sino por una cierta sensibilidad autóctona que se esmera en mantener a distancia del cosmopolitismo obligatorio de las vanguardias, y también de la figura europea, entre sublime y fatua, del artista moderno. Ser moderno, para los aprendices de artistas de la generación de Edward Hopper, era escapar del provincianismo de su país y viajar a Europa, siguiendo el rastro de los dos máximos pioneros, Ezra Pound y T. S. Eliot, que repetían el itinerario establecido por Henry James. Donde las cosas sucedían era en París o en Londres. Estados Unidos era una inmensa provincia dominada por el afán del dinero y el puritanismo religioso. Preceptivamente, como tantos otros, como Gertrude Stein y más tarde Hemingway, Scott Fitzgerald, William Faulkner, Edward Hopper viajó a París pero no llegó a asentarse, y además no se fijó en la pintura de Cézanne sino en la de Edgar Degas, y también en las fotos de Eugène Atget, en las que entrevería una forma de retratar la ciudad que se parece mucho a la que él mismo cultivó en su madurez: las casas vacías como presencias entre invitadoras y ominosas, las ventanas en las que no hay nadie, los umbrales en los que surge una figura humana que mira al espectador o que mira al vacío. Hopper pasó por París sin visitar a Gertrude Stein y sin darse por enterado de la irrupción del cubismo; viajó a Ámsterdam y dedicó mucho tiempo a mirar La ronda de noche de Rembrandt; volvió a Nueva York y ya no salió nunca de Estados Unidos. Con la misma constancia se dedicó a pintar y a no hacer vida de artista. Vivía y tenía su estudio en un apartamento de Washington Square pero no frecuentaba los cafés, las tabernas y los restaurantes baratos en los que a muy pocos pasos de distancia bullía la bohemia literaria y artística del Village. Era un hombre muy alto y muy callado, de gran quijada americana y ojos muy claros. Su mujer, Jo, que fue su única modelo, decía que hablarle era a veces como arrojar una piedra a un pozo —con la diferencia de que en el caso de la piedra se podía escuchar el eco del golpe contra el agua.
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