Felicidad de los sabores

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Me he calentado para cenar lo que quedaba de la paella que hizo ayer Elvira. De ayer a hoy los sabores lo habían empapado todo más plenamente: los granos de arroz en su punto exacto, hoy algo más meloso, los trozos de pollo, de coliflor, de brécol. El plato es tan sabroso para el paladar como para la mirada: amarillos, rojos, blancos, verdes, el oro del aceite. Estaba igual de bueno según pasaban los días el marmitako que hice el viernes gracias a los consejos de Teresa G. y mgc. Pero el disfrute de la comida no es solo el alimento: es cocinar para alguien más; es apartarse un rato, unas horas, de estos trabajos conjeturales de las palabras y hacer algo práctico que requiere destreza manual y atención, laboriosidad, paciencia, reflejos, hasta un punto de imaginación para compensar lo que no se tiene, los ingredientes que no han podido conseguirse. Si además uno cocina escuchando música o un buen programa de radio y bebiéndose un vaso de vino el paraíso es completo.

Esta cocina casera y más bien de cuchara me hace acordarme de un concepto zen que me gusta mucho, el de la refinada pobreza. Se asocia el refinamiento al dinero, igual que la vulgaridad o la aspereza a la escasez. Pero nada hay más vulgar que el gusto de muchos ricos, y muchas de las obras de arte más refinadas han surgido de gente que tenía muy poco, y que de lo poco que tenía ha sabido hacer cosas deslumbrantes: en la cocina, en la arquitectura, en la música. La musa de la inspiración pupular es la limitación de medios: hay que apañarse con lo que hay, con lo que se encuentra a mano, con lo más común. La gente entontecida por el dinero imagina que para que algo sea muy bueno tiene que ser muy caro. A mí el fetichismo de los cocineros estrella me parece tan ridículo como el de los arquitectos o estrella o el de las supermodelos. El talento, como la belleza, están más repartidos de lo que parece, y precisamente son más escasos donde más se los celebra o se los busca.

Cuánto cuestan unas buenas lentejas, un marmitako, una paella que no necesita cigalas para estar más sabrosa, sino unos trozos de pollo. Además todos esos platos duran varios días y están cada vez más ricos, como si se siguieran cocinando ellos solos. Una de las cosas más tristes de pasear por los barrios pobres de Nueva York es que las tiendas de alimentación son casi siempre feas y la mayor parte de los restaurantes son de comida basura. Da dolor ver a esos niños negros o hispanos en el metro comer con las manos trozos de pollo quemado y grasiento en contenedores de plástico del KFC. Pero no siempre fue así. Louis Armstrong, que conoció de niño la pobreza más extrema, recordaba siempre la felicidad de comer los guisos de judías con arroz que le preparaba su madre.