No he conocido en Nueva York un invierno más clemente que éste. Vino la nieve, pero la lluvia limpió en seguida la ciudad, ahorrándonos la degradación penitencial de la nieve en hielo y luego en basura, y luego ha venido una especie de otoño tardío, de casi primavera, con las uñas verdes de los crocuses apuntando prematuramente en la tierra. Cuando no hace mucho frío se pueden dar grandes caminatas. Yo he salido de casa esta mañana -no sé si será ostentación- con la idea de tomar el metro hacia Chelsea, donde quería ver una exposición de la fotógrafa Vivian Maier, que trabajó como cuidadora de niños en Nueva York y en Chicago, y que en sus horas libres se paseaba por la calle tomando fotos que mientras ella vivía no vio nadie. Pero en vez de tomar el metro, como hacía fresco y sol, y como notaba falta de ejercicio, he decidido bajar a Chelsea por la orilla del río. 86 calles hasta la 20 y la Décima avenida, donde había quedado con Elvira para comer en un sitio barato que nos gusta mucho, The Cookshop.
Se hablaba ayer de talento: Vivian Maier, fotógrafa anónima, perfecta desconocida, lo tenía en un grado extremo, con la originalidad tranquila de quien se sabe al margen, de quien mira el mundo fijándose en esa clase de pormenores que son a la vez triviales y esenciales. Sus autorretratos son asombrosos, raros, comunes. Una mujer alta, seria, sola, con vestidos simples, con el pelo corto. Se fotografía a sí misma en los escaparates de las tiendas o en el reflejo instantáneo de un coche que pasa.
Hace tan buena tarde que decidimos regresar caminando, de nuevo por la orilla del río, ahora con el sol dorado en declive y el puente George Washington al fondo. Con esa luz resalta más la arquitectura austera de los edificios portuarios.