Recuerdo de un sonido

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Vino a despedirme al hotel Philippe Bataillon el miércoles por la mañana, y se nos fue el tiempo sin darnos cuenta hasta que me avisaron de que el taxi para el aeropuerto estaba esperándome. Yo no paraba de hacerle preguntas, y él disfrutaba rescatando recuerdos con la precisión que yo le pedía. El primer militar alemán al que vio de cerca después de la derrota en el verano de 1940: apareció de pronto, en una plaza pequeña, doblando una esquina, montado en una moto con sidecar, plenamente armado, incongruente en medio de lo cotidiano, como perdido, con su casco de acero, sus anteojos, su chaquetón de cuero, sus guantes de cuero, sus botas altas, su metralleta al costado. El color exacto de los uniformes alemanes era un gris verdoso. Se distinguían con elegancia siniestra los uniformes negros de las SS. Por las mañanas, cuando iba hacia el Instituto, Philippe veía en las paredes los carteles en letra gótica en los que se anunciaba la lista de los fusilados durante la noche. Un día, cuando su padre estaba todavía prisionero, llamaron a la puerta, y abrió él. En el umbral había un militar alemán que preguntaba educadamente si vivía allí el profesor Bataillon, y si podía verlo. “Está preso”, dijo Philippe, con la voz que apenas le salía del cuerpo, “lo detuvo la Gestapo”. El militar hizo un gesto de incredulidad y de escándalo: era un catedrático universitario de Filología y había querido aprovechar unos días de permiso en París para presentar sus respetos al hispanista a quien más admiraba.

Uno de los recuerdos más vivos es una impresión sonora: el sonido metálico de las botas de los militares alemanes, que llevaban una chapa de acero en el talón. Se los oía de lejos: en una calle o en un túnel del metro esas pisadas se distinguían de los pasos comunes de la gente.

Una mañana de principios de junio llegó Philippe al Instituto y había un revuelo inusitado en los pasillos y en las aulas. Un compañero le dijo al oído al oído que los Aliados acababan de desembarcar en Normandía.