Nombres en la noche

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Breve regreso a Washington, para participar en uno de los programas de música y cultura españolas en los que colaboro de vez en cuando con mis amigos del PostClassical Ensemble: el director de orquesta Ángel Gil-Ordóñez, el musicólogo Joseph Horowitz. Joe Horowitz es probablemente una de las personas que más saben de música en el mundo. Suele ir con una gorra calada de beísbol de la que salen por los lados greñas de pelo gris y en verano anda por Nueva York en pantalón corto, camiseta vieja y sandalias. Una conversación con él es como ascender al Everest sin oxígeno. Ideas o informaciones que a los demás nos costaría un año recoger Joe Horowitz las comprime en un almuerzo de hora y media en el que dejará limpio el plato sin haber mirado ni una sola vez a la comida. Su libro más reciente, Artists in Exile , es un compendio alucinante de los músicos, los cineastas, los directores teatrales que tuvieron que huir de Europa tras el ascenso del nazismo y se afincaron en los Estados Unidos, una gran enciclopedia del talento y el desarraigo. Entre él y Ángel han creado una herramienta musical flexible que aumenta y disminuye de miembros y cambia de formación según los proyectos plurales en los que se embarcan, y en los que siempre buscan explorar lo no muy frecuentado y revelar  las conexiones de la música con otros ámbitos de la cultura. El plato fuerte de hoy es el Amor Brujo en la película extraordinaria de Saura y el cante de Esperanza Fernández. La semana que viene habrá un programa paralelo de Falla y Stravinsky.

Viajé ayer tarde, en el tren. El mejor tren posible entre Nueva York y la capital del país es más viejo y más lento que casi cualquier tren europeo. No ha mejorado mucho desde mis primeros viajes, hace casi 20 años. Al salir de Penn Station y luego del túnel bajo el Hudson ya se ha hecho de noche y New Jersey es una negrura interrumpida a veces por reflectores de aparcamientos y luces aisladas en la lejanía. Los lugares por los que pasamos son poco más que los nombres que va recitando con cierta teatralidad por los altavoces viejos del tren una mujer que por su dicción será negra y corpulenta : Newark, Willmington, Delaware, Philadelphia, Baltimore. De vez en cuando hay logotipos o nombres iluminados en medio de la oscuridad: Chase, Philadelphia Children’s Hospital, Delaware Tech, Sunoco, Red Lobster. Aparecen y desaparecen arcos dorados de McDonald’s. Al acercarse a la estación de Baltimore el tren pasa más despacio por los barrios más pobres de Baltimore, edificios abandonados o medio en ruinas y calles enteras en las que no hay más luces que las de las farolas débiles, en esquinas alejadas entre sí.

Union Station, en Washington, tiene vestíbulos y bóvedas tan admirables como los de Grand Central, una desmesura espacia de basílica o de termas romanas para resaltar el asombro de las llegadas a una ciudad, la expectación del comienzo de los viajes. Me acuerdo de hace casi 20 años, cuando yo trabajaba por primera vez en una universidad americana, en Virginia, y venía a Washington a encontrarme con Elvira, que había volado desde España para estar conmigo. El descubrimiento del país se superponía a la novedad de estar viviendo juntos.

Salgo de la estación, y delante de mí, cerca y lejos, suspendida y luminosa en la noche, está la cúpula del Capitolio.

 

Union Station, por Crm18
Union Station, por Crm18