Atravesando Central Park esta mañana he conocido a Meta, Meta Epstein, que tocaba partitas y preludios de Bach en el arpa, junto al estanque de la fuente de Bethesda, coronada por un ángel de bronce. Es uno de esos días en los que no sale lo que uno tenía proyectado y gracias a eso acaban siendo inesperadamente memorables. Salí de casa pronto, camino del Metropolitan, donde tenía pensado ver una exposición de escultura africana y de paso acercarme de nuevo a uno de mis caravaggios favoritos, La negación de San Pedro, pintado de esa manera áspera y sumaria que fue adoptando en sus últimos años, cuando huía sin sosiego de la condena a muerte. Entre mi casa y el Metropolitan, yendo a buen paso, se tarda menos de una hora, atravesando en diagonal el lado norte del parque, que en estos días soleados es un fulgor de colores otoñales, duplicados a veces en el agua lisa de los lagos.
Pero no me había acordado de que el Metropolitan cierra los lunes. Me encontré a media mañana sin nada que hacer. Ni siquiera tenía la mala conciencia de no haber escrito, porque ayer por la tarde había dejado terminado mi artículo para el sábado que viene. Como andar acaba siendo un vicio seguí bajando por la Quinta Avenida, por la acera ancha de las torres de apartamentos de los multimillonarios, impoluta siempre, en esa ciudad de calles sucias, con una penumbra fresca como de jardín privado. Por aquí me crucé una vez con Tom Wolfe, que iba vestido de Tom Wolfe de los pies a la cabeza, y casi corría sofocado, con sus botines blancos, como si llegara tarde a una convención o a una fiesta privada para imitadores de Tom Wolfe.
A la altura de la 72 he vuelto a entrar en el parque, junto al estanque en el que navegan maquetas teledirigidas de veleros. Y un poco más allá, hacia el final de un sendero, he empezado a escuchar una partita de Bach. Se oía la música traída por la misma brisa que removía las hojas de los árboles, mezclada luego con un caudal de agua, la de la fuente de Bethesda. En la plazoleta, delante del estanque, una mujer de pelo muy negro y muy revuelto y cara muy morena tocaba Bach deslizando las dos manos por las cuerdas del arpa. Un arpa no se sabe si es un instrumento musical o un monumento o al menos una parte de un templo dedicado a la música. El brillo del sol hacía más visible la vibración de las cuerdas. Entre los turistas que se hacen fotos, entre la gente que charla por el móvil sentada en los bancos, esta mujer menuda toca Bach en el arpa y la música conmueve más porque uno siente de golpe que no es una añadidura sino un elemento natural de la mañana, como el sol polvoriento de noviembre o el sonido del agua o el temblor de las hojas secas a punto de desprenderse de los árboles.
Dejo un dólar en la bolsa de las propinas y la arpista me sonríe con un gesto de gracias. Tiene los ojos muy vivos y una piel muy curtida, una piel de intemperie tibetana o andina. Me siento cerca y la mujer mira de soslayo de vez en cuando hacia mí. Toca con gentileza y precisión y parece que la música surgiera sin ningún esfuerzo de la resistencia y el roce de las cuerdas y los gestos de las manos. Cuando para de tocar viene a saludarme y me trae un disco. Se llama Meta y es de Nueva York. Toca el arpa desde que tenía once años. Tiene un primer premio en el Conservatorio de París y ha estado viviendo y tocando mucho tiempo en Canadá. Le pregunto cómo es que viene a tocar al parque. Me dice que le gusta tocar donde todo el mundo pueda oirla, donde la gente pueda disfrutar de la música igual que disfruta de los árboles o del sosiego, o de ese sonido del agua que en vez de distraer la atención resalta la cualidad de flujo natural que hay en Bach, como una emanación sin principio ni fin que lleva por dentro sin mostrarla la disciplina de su forma.
Meta mira el reloj. Ya es hora de irse. Preparar el arpa para la marcha casi equivale a levantar un campamento nómada. Me dice que seguirá viniendo hasta que empiece a hacer frío. Envuelve el arpa en su funda enorme, con algo de tienda de pastores de la estepa, la eleva con un pedal sobre su carretilla, cuelga de ella bolsas y paquetes. Antes de despedirnos me deja que le haga una foto.