Algunas de las óperas que más me gustan son breves, con poco aparato, con orquestaciones limitadas, con solo unas cuantas voces. El Orfeo de Monteverdi, Dido y Eneas de Purcell, Acis y Galatea de Haendel, las estampas del Triptico de Puccini, La vuelta de tuerca de Britten, L’enfant et les sortilèges de Ravel. Y entre ellas, casi por encima de todas, el Orfeo y Euridice de Gluck, con su austeridad casi de oratorio, con su delicadeza neoclásica. Ayer la tocó la Orquesta Nacional, en versión de concierto, dirigida por Paul McCreesch, con el Coro Nacional y unas cantantes muy buenas, Ann Hallenberg, Carolyn Sampson, Helen-Jane Howells. Fui con Arturo, que ha venido a pasar unos días conmigo, camino de Lisboa, donde se va mañana, para reunirse con su novia, que pasa allí el curso estudiando portugués. Gracias a su portátil y a las buenas conexiones de Internet Arturo puede seguir trabajando mientras va de un sitio a otro: traduce y subtitula películas. Esta primavera pasada lo tuve conmigo casi una semana en Nueva York. La luz limpia de finales de octubre en Madrid se parecía mucho esta mañana de domingo a la de Manhattan.
Anoche, en el Auditorio, la música de Gluck me reconfortaba el alma después de unos días difíciles, con demasiada exposición pública, con mucho desaliento acerca de la irrelevancia cada vez mayor de la literatura en los medios, la obsesión por la trivialidad, por lo moderno, lo cool, lo último, eso que llaman las tendencias. La alegría y la pérdida suceden en esa ópera tan breve con una dignidad suprema, sin aspavientos, sin retórica, con la naturalidad serena de esos paisajes de Pussin en los que hay que fijarse para observar una escena mitológica: ese momento, por ejemplo, en que a Eurídice está a punto de morderle en el talón la serpiente que le quitará la vida. El Auditorio, la noche del sábado, en medio de un largo fin de semana, estaba casi lleno de toda clase de público. Pero los periódicos ya no reseñan la música clásica, no vaya a ser que alguien piense que son aburridos, o anticuados, o que no están escritos exclusivamente para profesionales de la adolescencia perpetua.
Da gusto salir luego a la calle , en la noche templada, y volver a casa dando un paseo, sin hablar demasiado, con la música durando todavía en el recuerdo.