Puntas de flecha

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Tres días gratos en Pamplona. Francisco Calvo Serraller me había invitado a dar un curso breve sobre artes visuales y literatura en la Cátedra Oteiza, y aproveché para encontrarme con nuestro trompetista Carlos Pérez Cruz y con Alberto Royo, profesor de música en un Instituto, y sus compañeros de la Asociación de Profesores de Secundaria, gente valerosa que defiende su oficio contra viento y marea y transmite conversando la pasión de enseñar. Cenamos juntos después, y hablé mucho con Marta, profesora de euskera, con Xavier, de Filosofía, con Nuria, que enseña catalán, todos ellos castigados pero no vencidos, con mucho sentido del humor, compartiendo el escándalo del abandono de la enseñanza pública a manos de quienes más deberían defenderla. La comida y el vino navarro nos acentúan a todos la vehemencia, y también un sentimiento profundo y jovial de fraternidad.

Me gustaba salir por la mañana a la plaza del Castillo, donde estaba mi hotel. Parece una maqueta a tamaño natural de una plaza: con sus soportales, sus árboles, su kiosco de música en el centro, sus edificios desiguales que evitan el efecto un poco cuartelario de las plazas demasiado uniformes, su café burgués donde sentarse a mirar a la gente y leer el periódico, a tomar el sol ligeramente brumoso de finales de septiembre. En el jardín de un edificio público cercano vi una secuoya portentosa. En esas mañanas tranquilas era difícil imaginar el botellón de nueve días que ocupa en los sanfermines la ciudad entera, según me contó Carlos, que al tocar en la banda de música sabe de qué habla.

Pero de lo que más sigo acordándome es de algo que vi en el museo de Navarra, en una de las vitrinas dedicadas a la Prehistoria: huesos humanos atravesados por puntas de flechas, una mandíbula, un fémur, el drama intacto del crimen al cabo de millares de años.