En Hamburgo los antiguos almacenes portuarios de ladrillo tienen la escala desmedida de un Nueva York gótico. Hay puentes industriales de hierro custodiados por estatuas de bronce. Un tren elevado pasa por encima del puerto. El agua del río Elba es de un color verde profundo. De aquí partían hacia Nueva York a principios del siglo pasado las grandes oleadas de emigrantes judíos que escapaban de los pogroms rusos y del alistamiento forzoso en los ejércitos del zar o del emperador de Austria-Hungría. En el puerto viejo hay veleros varados para que los visiten los turistas. Uno de ellos, pintado de un rojo vivo, tiene una torre de faro. El profesor Klaus Meyer-Minnemann, que tiene un porte imponente de capitán de buque jubilado más que de hispanista, me señala a lo lejos un bosque de grúas y me explica que ahora toda la actividad comercial sucede en el otro puerto, el de los contenedores, tan automatizado que no se va casi gente por los muelles.
El profesor Meyer-Minnermann me cuenta que los recuerdos más antiguos de su vida son los de los bombardeos aliados sobre Hamburgo en el verano de 1943. Estaba con sus padres en un sótano y le llamaba la atención que los mayores se apretaran mucho las manos contra las cabezas y se mantuvieran mucho rato encogidos. Cuando salieron del refugio la calle en la que había vivido y jugado ya no existía: se había convertido en un gran incendio. Los soldados ingleses a los que vio desfilar por Hamburgo recién terminada la guerra eran muy jóvenes y no repartían chocolate a los niños, a diferencia de los americanos.
Cenamos tarde, en un restaurante de pescado muy grande y vacío, con columnas macizas y grandes ventanales que dan al puerto. No lejos de aquí me dicen que estaba el club donde empezaron a tocar los Beatles. Siempre sorprenden y provocan gratitud estos profesores que saben tanto de España y leen y estudian y enseñan con tanta pasión nuestra literatura: Sabine Schlicker, que me da un ensayo que ha escrito sobre Carlota Fainberg, Inke Gunia, que habla un bello español con inflexiones porteñas y me ha presentado en el Instituto Cervantes. Bebemos un riesling seco y frío que aviva la conversación y aligera el cansancio.
Luego, en el taxi de vuelta al hotel, la noche acentúa la fragmentariedad de las imágenes que me quedan de Hamburgo: parques como bosques, edificios modernos, edificios burgueses de antes de la guerra no destruidos por las bombas, torres de iglesias, almacenes enormes de ladrillo, en los que se guardaban durante siglos todas las mercancías del mundo. La taxista es una señora gorda, con peinado alto, con labios pintados, de carcajada fácil, que habla sin parar y conduce muy rápido. A la vuelta de una esquina la oscuridad se convierte en las luces de colores violentos de una calle de anticuada perdición: cines porno, clubes de strip-tease, hombres en grupos bajo las claridades sucesivas, restaurantes de comida barata. Hasta hay neones con siluetas de mujeres que se desnudan con gestos convulsos.
Y de pronto otra vez la oscuridad, y la taxista con su peinado alto y su cara redonda que conduce tan rápido y gesticula a la vez con unas manos gordas de uñas largas y pintadas de rojo, contando en alemán cosas que a ella misma le provocan la risa.