En Roma

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A los cinco minutos de llegar Roma ya me ha reconquistado. Esos pinos tan altos, con sus copas redondas, ese cielo dorado del atardecer con acrobacias de vencejos y golondrinas y vuelos solemnes de gaviotas, esas terrazas sobre los edificios pintados de ocre en las que hay palmeras y macizos de glicinias, ese habla de la gente romana que se mantiene impertérrita en su singularidad en medio del gran tsunami del turismo. Nuestro amigo Raúl Alonso, administrador del Cervantes, que trabajó conmigo en el de Nueva York con tanta eficacia y lealtad, nos descubre una pequeña heladería detrás de la plaza del Panteón, San Crispino. Y a unos pasos está el restaurante Da Fortunato, donde me tomo los mejores spaghetti alle vongole de mi vida. Y Caravaggio, en Santa Maria del Popolo, en Sant Agostino, en San Luis de los Franceses. No creo que otro pintor me llegue tan hondamente. La Madonna de los Peregrinos, con esos dos campesinos viejos y descalzos que se arrodillan apoyándose cada uno en una caña; la Conversión de San Pablo, que es la llegada secreta del prodigio en medio de la normalidad: Saulo, deslumbrado, caído del caballo, con los ojos cerrados; el caballo, con su lomo lustroso, ajeno a los dramas humanos, paciente para sufrirlos. El Martirio de San Mateo es el terror absoluto de la violencia física, y a un paso de ella la indiferencia de los testigos que la miran de soslayo.

Y La vocación de San Mateo: entre esa gente aturdida, distraída, atontada por el aburrimiento, seducida por el brillo mediocre de unas monedas, un hombre despierta de golpe delante de una de esas presencias que nos cambian para siempre la vida. Y todo eso no en medio de los escenarios abstractos de la teología, sino en una escena vulgar, incluso grosera, una taberna de tahúres y espadachines baratos. La majestad de lo real: lo más sagrado en lo cotidiano, sagrado en un sentido no necesariamente religioso de la palabra.

 

Madonna de Loreto, Caravaggio, 1604
Madonna de Loreto, Caravaggio, 1604