Antonio López

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Han pasado siete años desde la última vez que vi, que vimos, a Antonio López. Está igual, quizás más delgado, más enjuto todavía, más fibroso, con un perfil más afilado, como de inclinarse mucho hacia las cosas, con la misma expresión de inteligencia, de asombro, de alegría laboriosa. Lleva una camiseta con unos tirantes y anda por las salas del Thyssen en la que se están ordenando las obras de la exposición que se inaugura el lunes como un maestro de obras que ha de inspeccionarlo todo y que si hace falta agarra en cualquier momento un palustre o un martillo. No da nunca nada por terminado, por definitivo. Guillermo Solana, el director del museo, nos dice con alarma que esta misma mañana se ha llevado dos cuadros para añadirles detalles de última hora que quizás solo él advertirá. Una de sus esculturas, quizás la más sobrcogedora, un hombre desnudo y yacente, dice Antonio López que llegó ayer mismo de la fundición, y que si hubiera habido tiempo le habría gustado corregir o añadir detalles. Cómo toca las cosas, cómo las mira. Con la excitación del trabajo, con la sensación de maravilla ante la realidad misteriosa del arte, con el desaliento de no terminar nunca, de que el tiempo seguirá avanzando y la obra quedará incompleta. Por allí anda María, su hija, que se le parece tanto, en el perfil, en el brillo de los ojos claros, que está retratada tantas veces, desde que era un bebé, y luego una niña de dos o tres años que acaba de aprender a andar y se empina queriendo ver más allá de su breve estatura, y luego con doce o trece, ya en el filo de la adolescencia, mirando muy seria, mirando a ese padre que no para de dibujarla, de pintarla, de modelarla. “La realidad es muy difícil de comprender”, dice Antonio, delante de un dibujo de un cuarto de baño pobre con la puerta entornada. “Hace falta la vida entera para comprender algo”.

Tiene que irse, pero no se va, siempre hay alguna cosa que reclama su atención, una distracción que le hace olvidarse de su propósito, y deambula de una sala a otra entre operarios que  que dan martillazos y cámaras de televisión, todo un poco manga por hombro, con muchos cuadros todavía en el suelo, de cara a la pared, y otros ya colgados y todavía sin la etiqueta del título, tan solo un número escrito a mano sobre un papel adhesivo. El trabajo de toda su vida,  sesenta años de dedicación a la pintura, día tras día, desde que era un chico en Tomelloso y pintó a ese niño que apunta un tirachinas hacia un cielo lleno de pájaros, hasta ayer mismo, hoy mismo mismo, y todo lo que le quede por pintar, esculpir, dibujar en el futuro. Se despide una vez más, después de encontrar por fin no sé qué bolsa que se le había olvidado, y se marcha llevando de la mano a su mujer, la pintora María Moreno, ella recta y fatigada, algo ausente, él inclinado hacia adelante, con su pantalón ancho y muy usado, como de artesano, con su camiseta y sus tirantes.