Me gusta que este barrio esté lleno de músicos, de estudiantes y de escuelas de música, de músicos jóvenes que pasan por la calle o van cerca de mí en el metro cargando el estuche de sus instrumentos, o llevándolo a la espalda como un carcaj, o empujando un corpulento contrabajo sobre su rueda diminuta. En el extremo sur del barrio está la Juilliard School; en la punta norte, en esa zona un poco deshabitada en la que ya ha terminado la universidad de Columbia y aún no empieza Harlem, está la Manhattan School of Music, no lejos del Sakura Park, lleno de cerezos regalados hace un siglo justo a Nueva York por la ciudad de Tokio, y de la tumba de Grant, con su tejado cónico y su cerco de grandes columnas, como una especie de faro de Alejandría sobre la orilla del Hudson. Equidistante entre la Manhattan y la Juilliard está la Mannes School. En todas ellas hay conciertos públicos de profesores y alumnos con mucha frecuencia: los precios son reducidos, y la calidad media altísima. Da gusto ver a tanta gente joven venida de cualquier sitio del mundo para entregarse a ese aprendizaje que exige tanta disciplina y paciencia, que depara tanta felicidad.
Anoche fuimos a la Manhattan School a ver una sesión doble de Manuel de Falla, invitados por el director español José de Eusebio: la primera versión de El amor brujo, La vida breve. El auditorio es una magnífica sala Art-Déco, con ese aire de lugar muy usado y austero que tienen los salones de actos de los mejores institutos. El montaje, la iluminación, baratos e imaginativos, de una gran fuerza expresiva, de España negra fantástica, entre Gutiérrez Solana y Batman. Los cantantes muy jóvenes, todos muy buenos, alguno deslumbrante, como la gordita americana que hacía de la gitana Salud o el bajo japonés que interpretaba a su truculento tío Sarvaor. La vida breve contiene mucha buena música, unas veces cercana a la españolada francesa y otras al desmelenamiento del verismo italiano. Lo que más disfruté fue ese primer Amor brujo de 1915, creo, despojado y cubista, modernísimo en su indagación del flamenco, sin mimetismos folklóricos, con un rigor y una libertad que me hacen pensar en Béla Bartók y en el Lorca de Poema del cante jondo.
Hay un desnivel irreparable, claro, entre el flamenquismo de saldo del libreto de Martínez Sierra – o de su señora, María de Lejárraga, autora al parecer de las obras que él firmaba con tanta desenvoltura- y la música fulgurante de Falla. Y con qué fuerza, con qué entusiasmo se entregaban los jóvenes músicos y los cantantes, mientras braceaba impetuosamente en el foso José de Eusebio. El miércoles fue el estreno. Mañana domingo es la última función. Ayer el New York Times publicó una crítica muy concienzuda y muy favorable. Bajábamos por Broadway de vuelta a casa confortados por la música, fortalecidos por la contemplación de lo muy bien hecho.