Es misterioso el rencor. Tiene algo de desinteresado: alguien a quien no has hecho nada te odia, o se divierte porque te han agredido; alguien a quien no conoces, que no tiene nada que ver con tu vida, alguien a quien tú no han robado ni insultado, ni seducido a su hijo o a su hija, ni engañado con su cónyuge, ni estafado en sus ahorros o en sus impuestos. Lo pienso esta tarde, hace un rato, mientras paseo como tantas tardes por la orilla del Hudson, frente al río que hoy tiene de nuevo color de acero o pizarra y lejanías de niebla. El sábado era de pronto primavera y los cerezos habían empezado a brotar, y el sendero estaba lleno de corredores, de caminantes, de ciclistas. La primavera ha venido y a continuación, a la manera brusca de Nueva York, se ha ido. La primavera no es una estación duradera y tranquila, sino una expectativa, una promesa, un fogonazo, casi un espejismo. Lo mismo dura un día entero que solo una o dos horas. Ayer amaneció casi invernal y a media mañana había una especie de verano súbito, y las aceras se poblaron de terrazas llenas de gente, de mujeres jóvenes con camisetas, sandalias y vestidos ligeros, piernas y hombros desnudos, pieles muy blancas tras el invierno tan largo. El aire era cálido y un poco húmedo. Uno andaba entre alucinado y extraviado en el tiempo. Los sentidos no lograban adaptarse a un cambio tan rápido. La gabardina de la primera hora del día a media tarde era incongruente. Por todas partes asomaban de la tierra los periscopios amarillos de los narcisos. Salí de clase ya de noche y en las calles silenciosas del Village había una fragancia meridional en el aire.
Nada dura. Esta mañana llovía de nuevo y la ciudad estaba severa y gris. Las flores de los cerezos, el amarillo fuerte de la retama, eran una extravagancia cromática: el día de ayer, un recuerdo mucho más antiguo, algo imaginado o soñado. Cuando he bajado al río estaba lloviznando. Como no había nadie parecía más invierno. Y entonces, yo solo en esa orilla donde rompían las olas de la marea alta, he vuelto a pensar en el rencor: mientras tú das este paseo alguien te odia. Alguien a quien no has visto nunca y a quien no has hecho nada te odia porque estás tranquilamente dando este paseo, o porque trabajas en esta ciudad, o porque has ido a un concierto. Si estás aquí no es porque le hayas quitado algo a él, o a cualquiera. Pero sin tú darte cuenta ese hecho constituye una ofensa. “Sois culpables de lo que haceis en los sueños de otros”, dice un personaje en Las brujas de Salem. Esmerarte siempre en no ser desconsiderado ni grosero servirá para que ese o esa a quien no has ofendido te considere arrogante. A quién querrás engañar con esa apariencia de buenas maneras.
Al escribir cada una de estas palabras estás alimentando su rencor.