He pasado el día de un lado para otro y no había tenido tiempo de repasar el diario de hoy(ayer para muchos de los que estáis en España, o en Europa). Me encontraba en un estado de ánimo particular, en parte por la presencia de la nieve, una nieve suave y calma que había estado cayendo toda la noche y que esta mañana había impuesto de nuevo sobre la ciudad su benévolo estado de excepción. La nieve simplifica y apacigua el mundo: se borra la división entre la calzada y las aceras y las calles son a la vez más amplias y más íntimas; desaparecen las perspectivas lejanas; hasta se recorta en la niebla la altura de muchos edificios; los coches aparcados son bloques blancos con una forma abstracta de coches(ahora mismo, ya de noche, me asomo a la ventana y unos vecinos en la acera de enfrente interrumpen de vez en cuando para tomar aliento la excavación arqueológica de un todoterreno. También los sonidos se apagan, salvo cuando pasan las tremendas máquinas quitanieves.
La experiencia enseña a distinguir unas nieves de otras: la de hoy ha sido una buena nieve, porosa, formada por copos grandes que caían sin viento, seguida por un día templado que no deja que se forme hielo. En vez de una avenida Riverside Drive es una ancha llanura nevada. Por las laderas de Riverside Park negrean las siluetas de cientos de niños que se lanzan en trineos improvisados o se tiran bolas o construyen iglús. Las siluetas de los árboles, los niños, la extensión blanca, de un blanco que adquiere sombras azuladas, me recuerda una escena invernal de Brueghel el Viejo. Los perros enloquecen revolcándose en estas montañas de nieve que no los empapa y que los deja jadeantes y como envueltos en harina.
En la Hungarian Pastry Shop, un café destartalado y rumoroso que parece el reverso de la asepsia clónica de los Starbucks, charlo con un escritor joven español que lleva unos años aquí ganándose la vida un poco a salto de mata, con la incertidumbre que ya parece inevitable en el periodismo de nuestro país, donde tanta gente con vocación y talento ve pasar los años y publica artículos aquí y allá sin esperanza de encontrar una posición algo estable. Qué abuso, qué despilfarro.
El día va pasando con una intensidad secreta en la percepción de las cosas: la vida en común, el café después de comer, la lectura junto a la ventana. Ayer saqué de la biblioteca pública uno de esos libros que uno tiene en casa y siempre está a punto de leer y no sabe por qué tarda muchos años en leer de verdad, asombrándose entonces de haber postergado tanto ese descubrimiento: A Good Man Is Hard To Find, los cuentos de Flannery O’Connor. En la admiración siempre hay agradecimiento e incredulidad: cómo es posible que algo sea tan bueno, tan original, tan lleno de poesía y de habla común, de comicidad y desgracia.
Sólo después me pongo delante del ordenador y leo una por una las intervenciones de hoy, de ayer. Tantas voces, tantos nombres invocados, tantas historias, tantas presencias, Primo Levi, Victor Klemperer, Caballero Bonald, un encuentro con Dámaso Alonso, dos con Javier Egea, Babel, las lenguas, Borges, la desolación de Daniel Bilbao, la Arboleda Perdida…
Unas veces escribir es un oficio solitario, y muchas otras es el oficio menos solitario que existe.
Gracias.