Los prejuicios

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Qué lleno está uno de prejuicios, aunque no lo quiera, aunque no lo sepa, aunque los vea claramente en otros y no se vuelva hacia sí mismo para verlos idénticos, o peores. Yo estaba seguro de que Dave Brubeck no me gustaba nada, y de que era un pianista más bien decorativo y trivial, como de bar de hotel a media luz con martinis. Tenía, además, el prejuicio añadido de su éxito, el éxito enorme de una sola canción, Take Five, tan pegadiza, casi una canción de ascensor. De modo que juzgaba la obra entera de un músico por cosas que había escuchado o leído a terceros y por una sola canción.

Hace poco encontré el nombre de Brubeck en un libro excelente, West Coast Jazz, de un historiador del jazz y los blues que me gusta mucho, Ted Gioia. Me llamó la atención que Gioia, que me inspira tanta confianza, escribiera con entusiasmo de Brubeck, de su asociación con Paul Desmond, que toca el saxo alto en Take Five, y de una carrera de muchos años en la que Brubeck no dejó de ser innovador y entregado a su oficio. Escribir sobre música es casi tan difícil como escribir sobre pintura: es intentar atrapar con palabras formas de expresión que están más allá de ellas. El libro de Gioia no me habría impresionado tanto si no fuera por la complicidad prodigiosa de Spotify, acentuada por los altavoces y el subwoofer que Papá Noel tuvo a bien dejarme el día 25: de pronto cada músico y cada canción y cada disco que Gioia menciona están al alcance de una curiosidad avivada por la lectura.

El resultado es que ese pianista al que hace solo unos días miraba con tonta suficiencia por encima del hombro ahora me acompaña, casi me intoxica de escucharlo tanto. Justo ahora mismo está sonando su versión de Saint Louis Blues: se las arregla para tener el desgarro primitivo de los blues y una sofisticación como de El arte de la fuga. Toca a solas, insinuando a penas la melodía, Over the Rainbow, y cuando llega a un momento de suspensión del tiempo surge a su lado el saxo de Paul Desmond, que parecía haber estado escuchando muy atentamente todo el rato, cada nota. En su versión de Black and Blue hay algo de los cantos de las iglesias negras y de los blues suntuosos de Duke Ellington. Pero el hechizo máximo, esta noche, ahora mismo, después de Saint Louis Blues, son sus variaciones sobre una canción desolada de los años de la Depresión, Brother, Can Your Spare a Dime? , que ahora que me acuerdo fue también el título de un gran documental sobre la pobreza de aquellos años. Dave Brubeck interpreta  esas variaciones con un rigor exhaustivo como el de las Goldberg o las Diabelli, con el fondo de liviandad y melancolía de una tonada de Broadway de hacia 1930, con la inmediatez de lo improvisado. Y cada una de ellas me toca el corazón de una forma ligeramente distinta, con ese poder inexplicable que empezó a tener la música cuando oía coplas de niño en la radio.