En los buenos periódicos americanos la información casi siempre tiene la cara y el nombre de alguien. En el New York Times de hace unos días viene la historia de Sara Ruto, una mujer con seis hijos que vive en una pequeña aldea de Kenia llamada Kiptusuri. Sara Ruto compró el año pasado un teléfono móvil, gracias al cual puede hacer cosas tan vitales como mandar pequeñas transferencias bancarias o enterarse de antemano del precio al que se venden los pollos y los huevos en el mercado más cercano. Pero en su aldea no hay suministro eléctrico, y para cargar el móvil Sara Ruto tenía que caminar más de tres kilómetros hasta un lugar donde tomaba una moto taxi que la llevaba a otro pueblo en el que hay un almacén con servicio eléctrico. Pero tanta gente acudía a ese almacén para cargar los móviles, a un precio de 30 centavos, que a veces esta mujer tenía que dejarlo en la tienda y volver a recogerlo al cabo de tres días, después de otra caminata y de otro viaje en la moto taxi.
Ahora su vida ha cambiado: vendió unos animales y por ochenta dólares compró un panel solar de fabricación china que ha instalado en el tejado de su choza de barro. Gracias a él puede cargar el móvil y tiene cuatro puntos de luz y cuatro interruptores. Las notas de sus hijos mayores han mejorado, porque pueden quedarse estudiando hasta más tarde. Ahora no tiene que estar pendiente de que los pequeños no se quemen o vuelquen la antigua lámpara de keroseno, que olía tan mal y envenenaba el aire. Ya no tiene que hacer esos viajes continuos y agotadores que le salían tan caros y le ocupaban tanto tiempo. Incluso ha empezado a ganar un poco de dinero cargando los móviles de sus vecinos. Pero el ejemplo ha cundido, y ya hay más chozas que tienen una luz suave y continua en las noches de esa aldea apartada de cualquier tendido eléctrico.