Manuel mencionaba ayer a John Cage, el músico del silencio, el poeta de todos los sonidos cotidianos que pueden ser música si uno los escucha con la atención, con la actitud adecuada. Qué suerte haberlo conocido, con esa cara de sabio y de humorista que tiene siempre en las fotos. Me acuerdo el año pasado, en Barcelona, en una pausa en la agotadora promoción de mi novela. Me escapé en un espacio en blanco entre citas con entrevistadores y me fui al Centro de Cultura Contemporánea, a una exposición sobre John Cage. Nunca llegó a practicar el budismo, que yo sepa, pero se contagió de una manera muy fértil de la estética Zen, que no consiste en ninguna forma de misticismo, sino en la apreciación de las cosas exactamente como son en el momento justo en que suceden, sin veladuras, sin distracciones, sin vaguedades de recuerdo, sin ensoñaciones de porvenir. El amor por cualquier sonido, por la musicalidad que no está en los instrumentos musicales, sino en los ruidos de la ciudad o en el choque de las gotas de lluvia contra los aleros, en el bosque maravilloso de las sonoridades que se descubren con sólo poner atención. Un lápiz o una goma de borrar incrustados entre las cuerdas de un piano crean un mundo entero de sonidos originales. El viento en las hojas de un árbol, los pasos en el pavimento, una puerta que se cierra, un muñeco de goma olvidado en el suelo que se pisa distraidamente y que emite un pitido preciso, el tictac de un reloj, resonante a metal y a madera. Sus percusiones polifónicas, sin las cuales no habría existido el bosque de sonoridades que imaginó Steve Reich en Drumming. Hay un koan o acertijo que pregunta: ¿Qué es Zen? Y la respuesta es: “Cortar la leña, acarrear el agua”. Lo más común es lo más excepcional y lo más sagrado. John Cage enseña a escuchar los sonidos y a escuchar el silencio. A descubrir la música en el agua de un arroyo y en la de un grifo, en las hojas de un árbol y en las de un periódico, en los paisajes sonoros que se están desplegando siempre a nuestro alrededor sin que nos demos cuenta. Me acuerdo de John Cage cada vez que disfruto de un rato de verdadero silencio, cuando me despierto en la oscuridad antes del amanecer y no se escucha nada, y sólo un poco más tarde me llega el canto aislado de un mirlo o la respiración de la que duerme dulcemente a mi lado.
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