Ese era el título de un ciclo de conferencias que me inventé cuando dirigía el Cervantes de Nueva York: invitaba a personas de los ámbitos más diversos a que contaran las experiencias decisivas de sus vidas: a que dieran testimonio en primera persona de acontecimientos a los que hubieran asistido. El relato objetivo de los hechos históricos es imprescincible, pero también un poco irreal. Las cosas le suceden siempre a alguien, no un ser abstracto, no un emblema de una época, sino una persona con nombre y apellidos, con una cierta experiencia, con una mirada que no se parece a la de nadie más. Recuerdo algunas de aquellas vidas contadas que fueron memorables: la de Felipe González, a quien le pedí que rememorara el día de su primer visita a la División Acorazada Brunete, a principios de diciembre de 1982, cuando llevaba unas semanas sólo de presidente de gobierno, cuando el miedo a los militares aún no se nos había disipado; la de mi amigo el profesor Thomas Mermall, que en 1944, cuando tenía seis años, vivió escondido durante varios meses con su padre en un bosque húngaro, porque los nazis había detenido a todos los judíos de su pueblo, incluida su madre, que estaba demasiado enferma o demasiado desolada para unirse a la huida.
“Porque donde quiera que va el hombre lleva consigo su novela”, dice Galdós en el instante crucial de Fortunata y Jacinta, cuando Juanito Santa Cruz, por un azar que cambiará varias vidas, está a punto de conocer a Fortunata. Las personas que tienen algo que contar saben hacerlo con un aplomo del que muchas veces no son conscientes, pero que nos fuerza a quedarnos quietos y prestar atención. A veces da la impresión de que quienes tenemos más dificultad para contar y apreciar las historias somos los que nos dedicamos profesionalmente a la literatura, si es que “profesionalmente” es un adverbio que puede aplicarse a este oficio incierto. Nada es más ajeno a las buenas historias que los chismes de escritores que a los escritores les gusta repetir con tanta frecuencia. Uno vuelve a escucharlos, en versiones diferentes, y ya están gastados, manidos, como una lechuga o un trozo de coliflor que lleva demasiado tiempo en la nevera: un poquito de calumnia, una dosis de mala leche, algo de maledicencia.
No me gusta casi nunca la literatura que se vuelve con fascinación narcisista sobre sí misma, las novelas que están llenas de escritores, de esa mitología fatigosa, que tanto éxito tiene entre los críticos, porque les hace sentirse sofisticados. Claro que me gusta saber cómo han sido las vidas de escritores o artistas que admiro: pero en ellas lo más atractivo es lo que tienen de vidas comunes. Qué triste, qué mustio, ese ese diario de José Donoso que aparece a rachas en el libro de su hija, “Correr el tupido velo”: el escritor que sólo piensa en su carrera de escritor, o casi, que sólo se relaciona con otros escritores, que se mide con ellos. En el diario de John Cheever no está el dolor pequeño de la literatura, sino el dolor grande de la vida, el desgarro de la infelicidad de alguien que tiene un talento único para imaginar la felicidad y apreciarla.
Alguien me cuenta una historia, su historia, y me quedo en silencio, esperando, escuchando, queriendo saber más, queriendo aprender a contar. Me acuerdo de ese romance antiguo, tan misterioso, el del conde Olinos, o Arnaldos en otras versiones:
“Yo no digo mi canción
sino a quien conmigo va”