Sigo leyendo a trechos ese libro escalofriante de Sándor Márai, ¡Tierra, tierra! , su recuerdos de la destrucción de Budapest y de los primeros tiempos de la postguerra y la ocupación soviética de Hungría. Casi en cada página hay una frase que corta como un cuchillo, un fogonazo de iluminación de esas zonas de la experiencia que son como pozos o túneles irrespirables. Dice esto, hablando del ambiente de Budapest al final de la guerra, cuando la gente vivía entre ruinas y no sabía si los seres queridos o los vecinos estarían muertos o si volverían mental y moralmente desfigurados por haber sobrevivido al horror: “En los momentos cruciales de la vida privada y social siempre surge la misma y decisiva pregunta: ‘¿Odias lo mismo que yo odio, o bien eres indiferente y tolerante?’ Quien no logra odiar bastante acabará siendo odiado.”
Y también esto, sobre la posibilidad de contar honradamente las cosas, de mostrarse uno mismo con veracidad: “En la literatura, como en la vida misma, sólo callarse es sincero. En el momento en que alguien se pone a hablar en público, ya no es sincero, sino que se convierte en escritor, actor, es decir, en una persona que se pavonea”.
Y al leer eso me acuerdo de un poema de José Emilio Pacheco, que todo escritor debería leer o repetirse a sí mismo en voz alta antes de dar una conferencia. Se titula así, Conferencia:
Halagué a mi auditorio. Refresqué
su bastimento de lugares comunes,
de ideas adecuadas a los tiempos que corren.
Pude hacerle reir una o dos veces
y terminé cuando empezaba el tedio.
En recompensa me aplaudieron.
¿En dónde
voy a ocultarme para expiar mi vergüenza?