El otro día, en el café Comercial, mientras leía el periódico y desayunaba tranquilamente -café, churros, zumo de naranja- esperando a Federico Falco, un hombre que estaba en la mesa de al lado, también con su café y su periódico, me preguntó educadamente si yo era quien él creía que yo era. Le dije que sí, pero él todavía no se tomó confianza. Me preguntó si no me molesta que me saluden los lectores cuando voy por la calle o estoy desayunando. Le contesté que, en mi experiencia, los lectores suelen ser personas muy educadas que cuando se acercan a uno lo hacen con afecto y con mucha delicadeza, y que yo agradezco siempre esa actitud.
Hay personas impertinentes, desde luego, pero son las menos. Este verano, en una playa de Santander, una señora me aseguró que se alegraba de conocerme, y a continuación pasó a reñirme por un artículo mío que le habían puesto a su niña de comentario de texto en Selectividad. La niña había encontrado el artículo muy difícil y se había llevado un disgusto porque se temía una mala nota, de la cual su madre visiblemente me hacía responsable. “Mamá, no se entendía nada”, parece que repetía la hija sin consuelo.
Mientras esperaba en el café seguí hablando con este lector. Era un hombre de unos sesenta años, de aspecto sedentario y también saludable, con una camisa de manga corta, con muy buen color de cara. Me contó que llevaba quince años dedicado a las dos cosas que más le gustaban: leer y dar largos paseos por Madrid. ¿Tanto tiempo llevaba jubilado? “Yo tenía un trabajo en el que me fue muy bien. No crea, no tenía nada que ver con la literatura. Era cosa de número, tesorero en un banco. Salieron bien las cosas, y gané bastante dinero, para el banco, pero también para mí. Me gustaba mucho leer, pero entonces no me quedaba tiempo. Trabajas hasta muy tarde y cuando vuelves a casa también quieres estar con la familia”.
En algún momento descubrió que si se retiraba tendría suficiente para vivir con desahogo. Si seguía trabajando en el banco ganaría mucho más, desde luego, pero pensó que no le hacía falta. Se retiró y se puso a leer. Se levantaba por la mañana, daba un largo paseo, desayunaba en alguna parte, seguía caminando. Regresaba a casa y leía hasta la hora de comer. Por la tarde, otro paseo, y luego más lectura. Así lleva quince años. En ese tiempo ha reunido una biblioteca de mil quinientos libros. “Tampoco son tantos”, dice, matizando el visible orgullo con algo de pudor. Se le notaba que le daba reparo que estuviera durando tanto la conversación. Pero era yo quien no paraba de hacerle preguntas: le gustan sobre todo las novelas y los libros de historia. Se levantó para marcharse cuando llegó Federico, dobló el periódico y se lo guardó bajo el brazo. Le pregunté su nombre: se llama Santiago. Nos despedimos con un apretón de manos y lo vi salir apaciblemente del café, y luego en el ventanal, alejándose por la glorieta de Bilbao, caminando por Madrid.