La vida misma

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Donde Cervantes inventa de verdad la novela moderna es en la segunda parte del Quijote, no en la primera. Fue escribiendo la segunda parte cuando se atrevió a prescindir de la peripecia, de la tentación y la rutina de lo novelesco para contar sin énfasis los episodios cotidianos de la vida. Probablemente no lo hizo a propósito, ni siquiera de buena gana. Como tantas personas de mucho talento que son conscientes de no haber recibido todo el crédito que merecían, Cervantes era muy sensible a las críticas, y una de las que más le habían herido era la de que en la primera parte del Quijote había demasiadas historias intercaladas, demasiados quiebros en la narración principal. De modo que en la segunda parte contuvo su tendencia natural a la variedad de los relatos, que mantenía intacta desde la juventud, como se ve leyendo la otra novela que a él probablemente le importaba más que el Quijote, Persiles y Sigismunda.

Dos personajes conversan y el diálogo se prolonga sin esfuerzo, y casi sin propósito, porque es una conversación de verdad y no un debate intelectual en el que cada interlocutor, como sucede en la primera parte, representa una posición definida: Sancho conversa con su mujer, Teresa Panza, a lo largo de un capítulo entero que es una maravilla de comicidad sin caricatura, y nos damos cuenta de que Cervantes está dejándose llevar sin apuro por las ocurrencias, como si escuchara esas dos voces en su imaginación; en la oscuridad de una noche sin luna charlan en voz baja Sancho Panza y el escudero del Caballero de los Espejos, y mientras charlan comen y beben vino, y casi sin darse cuenta, por efecto del vino y la comilona, se quedan dormidos.

Hay cosas que parece que van a suceder, pero que no suceden: quedan interrumpidas, en suspenso, como en una escena de Vermeer. Los cómicos disfrazados de personajes de auto sacramental que van en el carro de las Cortes de la Muerte están a punto de apedrear a don Quijote, que se dispone a atacarlos, pero las manos que sostienen los guijarros se quedan levantados en el aire, y don Quijote no llega a lanzarse al ataque. Cervantes casi ha vuelto a contar una escena entre cómica y bruta de la primera parte, pero ha elegido no hacerlo. Poco después el caballero incorregible se mete en la aventura más absurda, más insensata y temeraria, cuando quiere enfrentarse a unos leones enjaulados. Las puertas de las jaulas se abren, pero los leones no hacen nada, no muestran el menor interés en el viejo extravagante que los desafía.

Pero es un poco después, en el capítulo dedicado a la estancia de don Quijote y Sancho en la casa de don Diego de Miranda, el Caballero del Verde Gabán, donde se cumple por primera vez el ideal narrativo que formulará Flaubert más de dos siglos después: la novela en la que no ocurre nada, en la que el relato de los hechos de la vida misma carece de cualquier adorno de trama, de apariencia de propósito. Siempre me gustó mucho ese capítulo. Esta vez me ha hechizado. Don Diego de Miranda ya es en sí mismo un hombre que vive en prosa, que tiene una existencia confortable y tranquila, sin sombra de heroísmo ni drama. Don Quijote no confunde esa casa con un castillo encantado, ni Cervantes la usa como escenario para encuentros providenciales o relatos asombrosos. Nos parece que vemos las dependencias anchurosas de esa gran casa de pueblo, con sus patios grandes y sus habitaciones que imaginamos de fresca penumbra, incluso en esos días de verano. Hay algunas comidas, algunas conversaciones. Pasan unos días y don Quijote y Sancho se despiden y siguen su camino. Nada más. Quizás la casa de don Diego Miranda es el primer espacio moderno de la literatura. Yo siento que he estado en ella, que puedo recordarla.

Pero en medio de ese relato de la vida misma se insinúa la conciencia del novelista que se ve a sí mismo escribiendo, y que abiertamente reflexiona sobre el acto de contar, con una ironía que siempre nos toma por sorpresa:Aquí pinta el autor todas las circunstancias de la casa de don Diego, pintándonos en ellas todo lo que contiene una casa de un caballero labrador y rico; pero al traductor de esta historia le pareció pasar estas y otras semejantes menudencias en silencio, porque no venían bien con el propósito principal de la historia, la cual más tiene su fuerza en la verdad que en las frías digresiones.

Gran consejo sin duda cuando se tiene tendencia a caer en el vicio de describir demasiado…