¿Será verdad, como aseguraba en el número de abril esta revista, que la música nos hace mejores? El subtítulo del excelente reportaje de Jorge Alcalde era todavía más alentador: “Más inteligentes, más sanos, más creativos, más sociables, más felices”. Personalmente, me gustaría mucho que fuera así, dado que la música me acompaña casi siempre, y que respondo a ella desde que tengo memoria con una intensidad inmediata. Si no llevo a un viaje mi discman con una selección cuidadosa de discos a los pocos días ya noto la falta de la música como la de un alimento que contiene nutrientes esenciales para mi salud y mi estado de ánimo. La música me ha hecho sentir más hondamente una alegría y me ha consolado el dolor al mismo tiempo que me permitía mirarlo con mayor lucidez, experimentarlo con una claridad que ya en sí misma tenía una parte de alivio. Recuerdo un día de mucha pesadumbre en el que al llegar a casa me puse a oír unos nocturnos de Chopin: no era que yo comprendiera la música, era que tenía la sensación de que la música estaba comprendiéndome, adivinándome a mí. La música me devuelve con la misma fuerza que ciertos olores y sabores las emociones perdidas de la infancia, me hace regresar con velocidad instantánea casi a cualquier momento y a cualquier estado emocional de mi vida. Con los años me he ido inclinando por unos estilos más que por otros, pero si es verdad que escucho sobre todo jazz, flamenco y lo que se llama con lamentable vaguedad música clásica, también lo es que puede entusiasmarme una canción pop y una copla española, y que me gusta explorar fronteras poco familiares para mi educación auditiva: cantos corales y percusiones africanas, grandes trompetas del Tíbet o de los nativos de Australia, músicas budistas del Japón. Me emociona el shofar, el cuerno ritual de las fiestas judías, y puedo quedarme hechizado escuchando los tambores hechos con bidones de petróleo de la isla de Trinidad.
Y sin embargo no estoy seguro de que la música nos haga en general mejores, o de que no haya en ella, algunas veces, una parte que puede ser dañina, que aliente no lo mejor del ser humano, sino lo más oscuro y siniestro. Como recuerda George Steiner, en los mitos sobre el origen de la música no suelen faltar los pormenores espeluznantes. El fauno Marsias, que encontró una flauta de cañas trenzadas, desafió con su sonido al dios Apolo, señor de la sublime música pulsada, la que según los pitagóricos expresaba el orden de los cuerpos celestes. Si Prometeo, por iniciar simbólicamente el progreso humano robando el fuego de los dioses, fue castigado por éstos a sufrir en sus entrañas el suplicio permanente del pico y de las garras de un águila, Marsias, por desafiar incautamente el monopolio divino sobre la música, no mereció una condena más piadosa: fue despellejado vivo. No menos cruel es el destino de Orfeo, que con el sonido de su cítara podía domar a los animales y apaciguar los elementos: la música le permitió bajar a los infiernos para recuperar a su esposa muerta, pero no sólo la perdió al volver, sino que además no mucho después fue despedazado por las mujeres de Tracia, furiosas porque no les prestaba atención, ensimismado en su arte y en su melancolía. El canto de las sirenas tenía un efecto tan hipnótico, tan irresistible, que los marineros que lo escuchaban se arrojaban al mar y se ahogaban o quedaban despedazados en las rocas desde donde los llamaban aquellas criaturas letales.
¿No hay una advertencia en todas esas leyendas, un aviso sobre el poder excesivo que la música ejerce, al afectar a la parte más irracional y muchas veces más primitiva del ser humano? Pocas cosas hay más enaltecedoras del sentimiento de comunidad y concordia que el canto coral, pero también sabemos que muchas veces el entusiasmo de los himnos ha conducido directamente a una pavorosa embriaguez de barbarie. Cuenta Herodoto que los persas, antes de atacar a sus enemigos, golpeaban rítmicamente sus lanzas contra los grandes escudos de madera, provocando una música aterradora. La música sirve para que marquen el paso los ejércitos y para que se embravezcan de brutalidad muchedumbres beodas. En los campos de exterminio, los prisioneros marchaban hacia el trabajo o hacia la cámara de gas siguiendo el ritmo que les marcaba una orquesta que no callaba nunca.
Algunas de las obras musicales que a mí más me conmueven también arrebataban a Adolf Hitler, y hay gente que se deshace en lágrimas viendo morir en escena a la heroína de una ópera y tiene un corazón de pedernal para sus semejantes. Así que cuidado con la música. Actúa de manera inmediata sobre nuestro sistema nervioso, igual que algunas drogas que tardan décimas de segundo en llegar al cerebro. La música se parece a las fuerzas de la naturaleza, y como ellas, es demasiado poderosa como para que creamos frívolamente que somos capaces de domarla, de someterla exactamente a nuestros deseos.