Un adiós

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Mi tía Catalina ha pasado casi toda su vida en  un tramo de la misma calle en la que nació, la calle Chirinos, en Úbeda, en ese barrio del sur que se vuelca hacia el mirador de San Lorenzo y las laderas de las huertas. A un paso de la calle Chirinos está la calle Fuente de las Risas, donde viví yo entre los tres y los nueve años, y a la que pertenecen mis primeros recuerdos precisos. En la casa contigua a la de mi tía Catalina estaba la de mis abuelos paternos. Ella y mi tío Juan, el hermano menor de mi padre, se enamoraron de niños y han pasado juntos la vida entera. Al casarse mi tío Juan se mudó a la casa de al lado. Allí sigue teniendo su huerto. En el huerto, a la sombra de la gran higuera, estuve una tarde charlando con mis tíos Catalina y Juan, que no me dejaron irme sin una bandeja de higos recién recogidos, morados, reventones de pulpa roja y azúcares.

Mi tía Catalina había tenido la vida difícil de su generación y de su clase. Su madre murió cuando ella era muy joven y tuvo que hacerse cargo de cuidar a su padre viudo y a sus hermanos menores. Apenas fue a la escuela, pero era una lectora apasionada, una mujer inteligente y curiosa, ávida de saber y comprender. Era alegre y esbelta, morena, con una desenvoltura de mujer trabajadora y atractiva, y tenía un aire de mundanidad aunque apenas había salido de su tramo de acera de la calle Chirinos. Cuando ella y mi tío Juan estaban recién casados me invitaban algunos domingos a comer, sobrino casi hijo en aquella casa todavía sin niños. Yo comía con ellos y me quedaba por la tarde disfrutando de la gran novedad de la tele. Que tuvieran un televisor formaba parte del asombro de que fueran tan jóvenes. Con su delantal, su gran sonrisa sus ojos grandes y su pelo muy negro, mi tía Catalina era una belleza, como aquellas actrices españolas muy jóvenes que salían entonces en las películas en color. A la manera precoz y secreta de los niños, yo estaba un poco enamorado de ella.

La última vez que la vi, el verano pasado, llevaba un pañuelo en la cabeza, porque había perdido el pelo por culpa de la quimioterapia. Pero mantenía un buen ánimo tocado sin duda de melancolía y de miedo, y la cara de su juventud se transparentaba intacta en su cara de ahora. A las personas a las que conocimos cuando eran muy jóvenes seguimos viéndolas sin dificultad como fueron entonces: vemos obstinadamente el recuerdo, o lo que siguen siendo a pesar del tiempo.

El cáncer volvió, pero mi tía ya no quiso seguir sometiéndose a operaciones, a sesiones de quimioterapia, a malos días en hospitales. Dijo que quería morirse tranquilamente en su casa y en su cama. Ahora que estoy a punto de irme, la noticia de su muerte es una añadidura sombría a las despedidas. La veo tan joven como la vi siempre, en el edén particular de esa casa y ese huerto que compartió con mi tío Juan y con sus hijos. Desde el fondo de la penumbra del portal llegaba la claridad del huerto. En esa luz la veo ahora, una luz limpia de finales de los años sesenta.