Mañana de trabajo

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He visitado esta mañana en su casa a mi editora americana, Drenka Willen, editora en el sentido original de la palabra: quien se encarga de leer un texto con los cinco sentidos, de ayudar al novelista a que logre un máximo de eficacia en lo escrito, de señalar posibles repeticiones o redundancias innecesarias, de proponer incluso, si hace falta, la eliminación de una palabra o de una frase entera que al desaparecer resaltarán la fuerza de lo que queda escrito. Ahora, en España, donde hay un desprecio renovado y agresivo por el trabajo intelectual, existe la idea de que editar es poco más que darle al botón de imprimir. No hay mucho interés en saber cuánto importa que un libro sea profesionalmente revisado y cuidado, examinado, corregido, leído en la acepción más profunda de la palabra. Drenka es mi editora desde hace casi diez años, desde que se publicó aquí la traducción de Sefarad. Suele ocuparse de escritores europeos, más conocidos y menos conocidos. Es la editora de Günter Grass, de Umberto Eco, de Charles Simic. Lo fue de José Saramago. Con Simic la unen también el origen y el acento: los dos vinieron de la ex-Yugoslavia, y conservan recuerdos muy vivos de la ocupación alemana, de los bombardeos de Belgrado y de las matanzas salvajes a las que se entregaron nacionalistas serbios y croatas aprovechando la guerra. Drenka, que es serbia, vivía en un pueblo croata con sus padres y su hermano mayor. Siempre habían vivido allí. Siempre se habían llevado bien con los vecinos. Una noche llamaron a la puerta y un grupo de aquellos vecinos, ahora vestidos con uniformes militares, se llevaron a su padre y a su hermano. Ya no volvió a verlos. A su abuela la sacaron de un tren y la mataron de un tiro en el andén de una estación.

Con un lápiz bien afilado Drenka se inclina sobre el mazo de folios de la traducción de mi novela, que ha hecho Edith Grossman. Después de medio siglo trabajando en la editorial ahora disfruta el privilegio de hacerlo desde casa. Tiene la cara enjuta y el pelo liso y blanco, una melana corta. Todavía es una mujer muy guapa, de una manera sonriente y tranquila. Los ventanales del salón de su casa dan a un jardín donde los árboles acaban de quedarse sin hojas, después de solo dos días de lluvia y viento. Un gatazo gris que se mimetiza con el color del día se mueve entre unos arbustos como si estuviera en una jungla. Le digo a Drenka que yo intentaba contar cómo en el Madrid de los comienzos de la guerra civil el horror estaba mezclado con la continuidad de la vida cotidiana. Entonces ella asiente, con su lápiz certero en la mano, y me cuenta dos cosas. En Belgrado, a donde huyeron su madre y ella, cuando sonaban las alarmas de los bombardeos y había que salir corriendo hacia el refugio, su madre se angustiaba si no había dejado hechas las camas. Y en medio de todo aquel caos, del miedo, de la guerra, de los bombardeos, a ella, a Drenka, una niña de poco más de diez años, lo que le quitaba el sueño era conseguir unas alpargatas que había visto en un escaparate y que le gustaban mucho.