Nada más fácil

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Si en el futuro no llegan a perderse el interés por la historia ni el pensamiento crítico, quizás será un motivo de asombro la facilidad con que las generaciones que ahora viven se rindieron al despotismo y a la irracionalidad. Será un desconcierto parecido al que nos viene provocando a muchos de nosotros la capitulación de los ciudadanos y las instituciones alemanas en los pocos meses que siguieron al nombramiento de Hitler como canciller en la república de Weimar, en un Gobierno en el que los nazis ni siquiera eran mayoría. Menos recordada fuera de Italia, aunque no menos chocante, fue la pasividad con que el Parlamento, la clase política burguesa, la monarquía y la Santa Sede, se rindieron ante la Marcha sobre Roma de Mussolini y sus camisas negras, un despliegue como de coro de ópera que carecía de la marcialidad y el empuje sugeridos por su título. Gracias a las tecnologías de la mentira de masas, que estaban viviendo su primera edad de oro gracias al cine y a la publicidad, a Mussolini y los suyos se les vio caminar hacia Roma con una determinación de legionarios del Imperio, con botas militares y pantalones inflados de caballería, con pechos fortalecidos por la gimnasia y el canto de los himnos. En realidad, Mussolini hizo gran parte del viaje en coche cama, mientras sus esbirros se dedicaban a asaltar casas del pueblo y redacciones de periódicos y a asesinar sindicalistas y militantes de izquierda. Incluso en la Rusia de 1917, la épica de la toma revolucionaria del poder, el asalto a los cielos que todavía invoca entre nosotros algún desnortado con vanidades leninistas, fue sobre todo un invento retrospectivo de las películas de Eisenstein. Lo único que derribaron por las armas los bolcheviques fue una débil tentativa de democracia parlamentaria en la que los resultados de las primeras —y las últimas— elecciones libres les otorgaban una representación muy limitada.

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Antonio Muñoz Molina
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