Memorias del hambre

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Ahora que el hambre de la posguerra está desapareciendo de la memoria viva, los historiadores proyectan sobre ella sus investigaciones. Extinguidas las voces, quedan los archivos, en los que el espanto se diseca en la prosa de los informes administrativos, en los legajos sepultados donde sin embargo es posible auscultar su rastro infame. Los niños que conocieron el tormento del hambre no lo olvidaron nunca, pero en muchos casos prefirieron callar, por ese esfuerzo de amnesia que puede ser un método de supervivencia, y quizás por no transmitir un maleficio a sus hijos. Vivieron el hambre de niños, y en su última vejez a muchos de ellos les fue reservada la otra desgracia colectiva del coronavirus, que terminó de borrarles la memoria ya muy debilitada y les deparó una muerte a solas en las camas de las residencias de ancianos. Algunos quedan, vigorosos y lúcidos, todavía no despojados de una fortaleza que les había permitido sobreponerse a los peores infortunios de la historia española. Pero en muy poco tiempo todos habrán desaparecido, y de sus huellas solo se ocuparán los historiadores, sobre todo los dedicados a esa materia tan frágil que es la vida cotidiana, porque sus documentos son los más precarios, parecidos a las muestras de una cultura antigua que desaparecen por su muy escasa perdurabilidad: los tejidos, los objetos no hechos de piedra o de cerámica o metal; y más todavía lo del todo intangible, la atmósfera peculiar de un tiempo, los sonidos y olores específicos, lo que fue omnipresente y muy poco después dejó de existir. Por eso, la sensación plena de un tiempo pasado solo puede apresarse gracias a un golpe de azar, o a un objeto o un documento que fue a la vez cotidiano y banal: un anuncio de la radio o de la televisión, una entrada de cine, un chiste rancio, una canción del verano de 1970.

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Antonio Muñoz Molina
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