Nunca se extingue el hedor de aquellos días. Han pasado 50 años y quienes éramos muy jóvenes entonces lo hemos preservado en una zona particular de la memoria que es inmune al tiempo, y que rebrota para infectarlo todo de nuevo, para revivir aquella sensación extrema de asco y de impotencia y sórdida resignación. Todo pasó más rápido de lo que ahora se recuerda: los verdugos tenían prisa por culminar su infamia, sabiendo ellos mismos que era tan monstruosa que también hacía falta que fuera cuanto antes irreparable. El 17 de septiembre se hicieron en pocas horas los consejos de guerra, el 26 se confirmaron las cinco penas de muerte; 12 horas más tarde caía abatido el último de los ejecutados Xosé Humberto Baena, delante de un foso de tierra pelada que en las fotos de 50 años después sigue supurando un horror sin palabras, sin posibilidad de simbolismos heroicos ni redentores, ni de forma alguna de consuelo. No hay una inscripción, ni una lápida. Pero ese mismo despojamiento vuelve más sobrecogedor ese lugar neutro contra el que una vez se recortaron las tres figuras sucesivas, de los fusilados, hombres jóvenes, despeinados, vestidos de cualquier manera, con las señales de la tortura y la prisión, con los ojos abiertos para mirar de frente, no al amanecer, sino en la luz hiriente de las nueve y las diez de la mañana de septiembre tardío, de veranillo de San Miguel.
Días de aquel septiembre
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