Antiguos becarios

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Bastaba una beca para cambiarnos la vida. Hasta muy poco antes, nuestro destino habría más o menos idéntico al de nuestros padres, niños de la guerra que habían abandonado la escuela antes de los 10 años: una escuela, a veces, de las que en mi tierra llamaban “de perra gorda”, porque estaban situadas en portales o camarachones de casas particulares, las de los maestros o maestras sin titulación pero con una buena voluntad de enseñar que podía ser compatible con la palmeta y los castigos en un trastero a oscuras. En la primera escuela a la que yo asistí, y en la que aprendí a leer, a escribir y hacer cuentas, no había pupitres, y las sillas bajas infantiles las había llevado cada uno de su casa. Escribíamos con pizarrín en una pizarra que apoyábamos sobre las rodillas. La maestra fumigaba los asientos para eliminar las pulgas y chinches que se alojaban fácilmente en el trenzado de anea. Para la mayoría de los que llenábamos aquellas aulas de una mezcla de olor a tiza y a sudor infantil, la escuela acabaría al cabo de cinco o seis años como máximo, antes aun en el caso de las niñas. Al cumplir 11 o 12, los varones se iban a ayudar a sus padres en el campo, o a ganar un jornal pobre y necesario como aprendices en talleres o tiendas.

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Antonio Muñoz Molina
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