Cuéntame novelas

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Aquel pariente mío, que había hecho fortuna en la vida, me pedía que le aconsejara libros para que leyeran sus hijas, a punto ya de salir de la infancia: “Pero que sean libros con fundamento, no novelas ni cosas así”. Mi tío había alcanzado su posición sin necesidad de leer ningún libro, pero aún así tenía ideas muy firmes sobre los que no les convenía leer a sus hijas, y no ya por la antigua sospecha de la inmoralidad de las novelas, en particular para las mujeres, sino por un recelo particular contra la ficción. ¿Para qué sirve leer historias inventadas sobre gente que no existe? Ahora me acuerdo de mi pobre tío porque voy leyendo aquí y allá informes y análisis sobre la creciente indiferencia, y hasta el abierto rechazo, de los hombres hacia las novelas, en particular varones jóvenes o en la primera madurez. Lo que ahora detectan con tanta agudeza los expertos lo ha sabido siempre cualquier escritor que dedica libros a una fila de lectores, da una conferencia o acepta la invitación de un club de lectura. Estadísticamente, el lector es lectora, igual que el enfermero es enfermera. Hay excelentes lectores varones, lo mismo que hay enfermeros magníficos, pero desde que hacia mediados del siglo XVIII se generalizó la lectura de novelas ya se observó que su público mayoritario estaba entre las mujeres, lo cual fue visto muchas veces como una prueba de la baja consistencia intelectual de esa forma de literatura. Algunas mujeres, sobre todo en Inglaterra y en Francia, pudieron hacerse una carrera literaria porque, según Virginia Woolf, era la más barata de todas las profesiones. Hasta una señorita viviendo en la decorosa pobreza de Jane Austen podía permitirse los pocos materiales que incluso en nuestra época necesarios para escribir: tinta, papel, pluma, algo de indolencia.

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Antonio Muñoz Molina
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