La lluvia sucede en el pasado

Publicado el

Aunque me esfuerzo no logro acordarme de la última vez que vi llover, o que oí la lluvia sin verla desde el interior protegido de mi casa. Durante años mi dormitorio tuvo un techo inclinado y una claraboya, y cuando llovía en mitad de la noche me despertaba en la oscuridad un rumor cercano que un poco antes había empezado a filtrarse en el sueño. Algunas veces el recuerdo de la lluvia nocturna tenía por la mañana la vaguedad de un sueño que se volvía real cuando al abrir la claraboya entraba en el dormitorio una corriente de aire fresco oliendo a tierra empapada. De todo esto hace mucho tiempo. La melancolía del soneto de Borges que acaba con una invocación piadosa de su padre ahora cobra para nosotros una exactitud de titular: “La lluvia es una cosa/ que sin duda sucede en el pasado”. Del pasado vienen, como imágenes de postales, escenas de ciudades bajo la lluvia, de arboledas espesas en que al sonido copioso de las gotas se mezclaba el del viento o la brisa en las hojas. Algunas veces, sorprendido por la lluvia en una ciudad extranjera, he tenido la sensación de que en realidad había viajado a ella no para ver sus monumentos ni los cuadros de sus museos sino para contemplar la lluvia añorada, para empaparme de ella con los cinco sentidos, olerla y tocarla en mi cara alzada y en las palmas de mis manos, degustarla como una bebida vigorizadora. En mitad de las ruinas de los foros, las lluvias súbitas de la primavera romana. En las noches de verano de Nueva York, en las que el aire caliente adquiere un espesor de sauna, gotas de tormenta gruesas como uvas han estallado sobre el pavimento y sobre las copas de los árboles sacudidas por un vendaval que despejaba la atmósfera con los últimos coletazos de un huracán del Caribe.

SEGUIR LEYENDO >>