Como cada vez me fascina más la propensión humana a la tontería, al malentendido y al error, estoy siguiendo con un interés casi morboso la historia de los treinta trenes que no llegaron a existir porque se descubrió que no cabrían por los túneles de las líneas férreas para las que estaban destinados. Noto que es un interés minoritario. En un país en el que todo el mundo debería de andar por ahí en harapos, dada la pasión nacional por rasgarse las vestiduras por una cosa o por otra, el escándalo por una metedura de pata de tales dimensiones no se ha extendido más allá de las comunidades del norte de España más afectadas. Fuentes oficiales aducen que el desastre es menos grave porque los trenes no llegaron a fabricarse. Solo habría faltado eso, que alguien no se hubiera dado cuenta a tiempo del error y los trenes hubieran empezado a circular con gran fanfarria inaugural, y el primero de ellos, cargado de autoridades, se hubiera empotrado en el primer túnel.
Los nombres de quienes dieron la alarma en la empresa fabricante, CAF, son por ahora tan desconocidos como los de los ingenieros, gerentes y cargos políticos de diversa graduación que son responsables del despropósito, pero da la impresión de que unos y otros se esforzaron con éxito en mantenerlo secreto durante casi dos años, no se sabe si para ganar tiempo o con la esperanza de que nadie volviera a acordarse de los trenes fantasma, que se desvanecieran en el aire como tantas promesas de felicidad tecnológica. Los otros, los verdaderos, al parecer son reliquias del siglo pasado, circulando por vías, puentes y túneles del otro siglo anterior, propensos a las averías y a los accidentes y alcanzando velocidades máximas de unos 40 kilómetros por hora, como las locomotoras de carbón de los tiempos de Dickens.