Despedimos el taller de cuento con uno de los mejores que conozco: The River, de Flannery O’Connor. La mezcla del humor y la desgracia, de lo jovial y lo macabro, es insuperable en casi cualquiera de las historias de esta mujer rara, católica en el Sur protestante y baptista, religiosa y librepensadora, enferma de lupus que desde muy pronto se supo destinada a una muerte temprana. The River es uno de esos cuentos de O’Connor que empiezan de una manera y en seguida parece que toman otra dirección, y nunca se sabe cómo van a terminar. Ese río cuyo nombre no se dice es, desde luego, el Mississippi, el gran río fangoso y lento y entreverado de bruma que yo conocí hace un año por ahora, cuando viajé a Memphis siguiendo el rastro de la historia en la que trabajaba. A lo largo del cuento, casi en cada párrafo, el punto de vista va cambiando sin que uno se dé cuenta, porque cada historia es muchas historias, según quién la observe y la cuente: una niñera negra, un niño descuidado por sus padres, un predicador entre alucinado y venal, un viejo que observa el mundo desde la sombra de una gasolinera. Un travía amarillo con la luz delantera encendida se acerca desde el fondo de una calle de edificios altos en la que todavía no termina la noche. Un niño sale de su casa sin que se entere nadie y hace un recorrido que se parece al de los niños perdidos de los cuentos.
Después salimos y en Washington Square es verano. El verde de la vegetación y la bruma que se levanta de la tierra después de una lluvia caliente y súbita lo convierten todo en un paisaje del Sur, un escenario de cuento de Flannery O’Connor. En dos días habrán terminado las clases. Este es mi último año en la universidad. Vine para un semestre en 2010 y me he quedado seis años, seis inviernos largos seguidos de fugaces primaveras, de veranos tropicales adelantados. Decir adiós siempre da congoja.