Una vez anduve por Baltimore buscando la tumba de Edgar Allan Poe. Me guiaba en la búsqueda un profesor que aseguraba conocer el camino, pero que se perdía más a cada paso que dábamos, por unos barrios que a cada esquina se iban volviendo más devastados y más hostiles. El profesor, con ese ensimismamiento que a veces tienen los españoles cuando llevan mucho tiempo en las universidades de aquí, se paraba de vez en cuando a mirar el mapa que llevaba en las manos, sin fijarse casi en lo que teníamos alrededor. Cuanto más avanzábamos más pálidas se volvían nuestras caras y más forasteros nosotros y menos bienvenidos nosotros. Había por todas partes basuras y escombros, grupos que nos miraban con alerta y recelo en las esquinas, desde el interior de coches grandes por los que salía una música violenta. Me acuerdo de un edificio enorme de viviendas sociales, compacto, de más de veinte pisos, de ladrillo oscuro. De él venía un clamor de corrala y de manicomio. Todos los balcones y las ventanas estaban cubiertos de tela metálica. El profesor me dijo que era para evitar que se tiraran cosas desde los apartamentos a la gente que pasaba por la calle. Al cabo de un rato, sin encontrar el cementerio donde estaba la tumba de Poe, dimos media vuelta y nos marchamos de allí.
Otro muerto ilustre de Baltimore fue Pedro Salinas, que pasó en la ciudad una parte de su exilio, dando clases en la universidad Johns Hopkins. No se acomodó nunca a su extranjería, a diferencia de Jorge Guillén, su gran amigo. En el hospital de donde no saldría vivo Salinas se entretenía leyendo comedias de Arniches, añorando el habla perdida de su Madrid popular.
No he vuelto a Baltimore desde aquella vez, hace más de veinte años. Paso a veces en tren, cuando voy a Washington, y el espectáculo que se ve desde las ventanillas es siempre pavoroso, como el que se ve al pasar por Filadelfia: ruinas industriales, naves de ladrillo con cristales rotos comidas por la maleza, vecindarios que parecen devastados por un ciclón o por un abandono de décadas y en los que fijándose un poco se ven pruebas de presencia humana: coches no reducidos a chatarra, una maceta o una cortina en una ventana, una tienda en una esquina, unos niños negros en patinete, grupos de hombres en las aceras, un coche patrulla que pasa despacio. Son barrios que fueron dignos, de casas individuales o de tres o cuatro pisos, algunas con jardines delanteros, con aceras anchas, con esos escalones a las entradas que se llaman stoops(una palabra holandesa, por cierto); barrios de gente trabajadora que tenía una cierta seguridad económica gracias a las fábricas que poco a poco han ido desapareciendo, que ahora también son ruinas. Ahora por todas partes hay chatarra, maleza, montones de basura, techumbres derribadas, edificios quemados. Cuando el tren pasa de noche se ven pocas luces: en alguna ventana, la luz de alguna farola que no se estropeó o que no apagaron a pedradas. Me imagino la negrura de esas calles en el toque de queda.