De nuevo hay que sacar el abrigo más severo, la gorra, la bufanda, los guantes. Fueron un espejismo los dos o tres días en que se podía ir por la calle sin sentir el asedio del viento y del frío, incluso sentarse en un banco al sol unos minutos, o cruzar el parque en bicicleta para ir al Metropolitan o encontrarse con un amigo. Parecía el umbral de la primavera y era el anticipo del invierno que volvía. A primera hora los pájaros cantaban con una especie de alegría furiosa en los árboles pelados. Salgo esta noche y hay un silencio y una quietud en el aire frío que parecen de febrero. Una chispa de humedad helada en la cara me avisa: está empezando a nevar. Es el invierno más largo de mi vida.
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