Salir de la terminar del aeropuerto de Jacksonville después de un vuelo de poco más de dos horas es encontrarse de pronto en otro continente, y en otra estación. El aire tiene una claridad y una tibieza que me recuerda a Medellín: también el fulgor de la vegetación. Por una de esas autopistas americanas tan anchas y tan rectas que provocan una especie de letargo visual hemos venido a Saint Augustine, que fue San Agustín cuando la fundaron exploradores españoles en 1565, la ciudad más antigua de los Estados Unidos, nos dicen. Nada más salir de Nueva York ya está uno en otro mundo, la inmensidad horizontal de América: autopistas, bosques a los lados, centros comerciales, letreros muy altos de marcas comerciales, cadenas de comida o de hoteles, más bosques, la autopista tan ancha como los grandes ríos del país. Vine ayer con Elvira, mañana a mediodía estaré de vuelta en Nueva York. Hay un congreso de una asociación de profesionales españoles en los Estados Unidos, y le dan su premio anual a ella. Saliendo del hotel se llega a una bahía de marismas y a una fortaleza del tiempo de la colonia española. Es como estar en Cádiz, o en San Juan de Puerto Rico, o en La Habana, o Cartagena de Indias: los mismos muros macizos de grandes bloques de piedra carcomidos por el salitre, el aire limpio y húmedo, el olor hondo del Atlántico. El clima es mucho mas benigno y la gente mucho más amable y más sosegada que en Nueva York. Sobre nuestras cabezas, sobre las copas removidas de las palmeras, planean gaviotas y pelícanos. Uno recobra por sorpresa la simple delicia de salir a la caída de la tarde con una chaqueta ligera y recibir en la cara la brisa del mar.
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