¿No éramos los españoles tan oscurantistas, y no eran los franceses tan ilustrados, tan tolerantes? Veo esas manifestaciones furibundas en París contra el matrimonio homosexual y no salgo de mi asombro. Me acuerdo de algo que me contaron en Canarias, de las grandes manifestaciones que había en Tenerife para que no se abriera una universidad en Las Palmas. Uno, pensaba yo, se toma el trabajo de manifestarse para conseguir algo, o para que no le quiten algo. ¿Pero en qué le afecta a nadie, -a nadie más que a los estrictamente interesados- el hecho de que las personas del mismo sexo puedan casarse, y tener los mismos derechos civiles que el resto de la ciudadanía? ¿Corremos el peligro de que un homosexual nos rapte y de despertar convertidos en su concubino o su cónyuge? ¿O de que secuestren a nuestros niños y los obliguen a bailar al ritmo discotequero de The Village People? En toda esta vehemencia francesa hay algo que me toca el corazón: sacerdotes católicos, pastores protestantes, rabinos, mulás, dejan de lado sus diferencias teológicas -tan graves al parecer que en el curso de los siglos han dado motivo para bastantes carnicerías- y se unen en la cruzada común contra el matrimonio gay. Dios los cría…
El matrimonio de los otros
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