Meterse en la cama nada más llegar con el calorcillo del desayuno casero y con la precaución de un somnífero, y despertar a las 3 de la tarde, después de las primeras siete horas verdaderas de sueño después de una semana. Pasar el día en pijama, irresponsablemente, como en una convalecencia benévola, sin más obligación que la lectura de la novela corta para la clase del miércoles, leída ya tantas veces que hay párrafos que casi me sé de memoria, Los adioses, de Onetti. Leer el periódico en el sillón junto a la ventana que la costumbre ha ido designando para esa tarea: mirar cómo cae la tarde en la calle donde todavía quedan caballones de nieve a lo largo de la acera. Cenar no en un restaurante, sino en la mesa de la cocina, algo frugal y sabroso, en la mejor compañía, solos ella y yo. Acostarse en la cama que lo acoge a uno y lo reconoce y no lo expulsa como esas camas hostiles de los hoteles, en esas habitaciones de hotel en las que habita casi respirablemente el insomnio,y al día siguiente despertar sin un calendario de obligaciones marcado casi hora por hora. Y hacia las tres de la tarde, como cada miércoles, salir de casa camino del metro, con el cuaderno de trabajo y el libro de Onetti muy subrayado en la mochila, y a las cuatro en punto entrar en el aula para conversar durante dos horas exclusivamente y gozosamente de literatura.
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