Antonia, la dominicana

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Después de un viaje tan largo el regreso tiene algo de convalecencia. El avión salió de Tel Aviv después de la una de la madrugada, y al cabo de doce horas de vuelo en las que la cabina estuvo casi siempre a oscuras y con las ventanillas bajadas aún seguía siendo noche cerrada. En un cielo negro invertido se extendía de pronto en todas direcciones la galaxia de luces de Nueva York, su parpadeo de constelaciones a cada momento más cercanas. Quien duerme poco o no duerme en un vuelo nocturno experimenta una duración agotadora que a partir de un cierto momento no alivia nada, ni la lectura, ni la música en los auriculares, ni una de esas películas sonámbulas de los aviones, ni el casi dormir con los ojos entrecerrados, un letargo en el que se mezclan recuerdos disgregados y ráfagas de sueños.

Según el reloj son las dos menos cuarto de la tarde. En los relojes del aeropuerto JFK, enorme y vacío a estas horas, son las siete menos cuarto de la mañana. El cerebro humano no sobrelleva bien estas discordias temporales. El oficial de inmigración compara la cara del pasaporte y la de la tarjeta de residencia con la que tiene delante en la ventanilla y se le ve lleno de dudas comprensibles. El cansancio extremo y la falta de sueño volverán borrosos los rasgos de una cara. Y cuantos centenares de ellas verá sucesivamente este hombre en su turno de noche, él también fatigado e hipnotizado por la repetición incesante, por la variedad incesante, caras de todo el mundo y de todas las condiciones y edades deteniéndose ante él con expresiones parecidas entre de alarma y de mansedumbre, apareciendo en repeticiones adicionales en las fotos de los documentos y en las que aparecen en la pantalla de su computadora.

Se hace de día sobre un paisaje de nieve sucia y cruces de carreteras y puentes y un taxista colombiano me cuenta con todo lujo de detalles cómo se prepara el plato estrella de la cocina de Cali, el sancocho de gallina. Pero como el trayecto es largo el taxista va tomando confianza y a la altura del puente Triboro ya estoy al tanto del gran amor tórrido que unos años atrás estuvo a punto de costarle su matrimonio, el cariño de sus hijos, su puesto de trabajo: una dominicana hermosa que se llamaba Antonia y que lo volvió loco, loco perdido, hechizado. Se mataba de trabajar y le daba todo su dinero, y su esposa mientras tanto lloraba por los rincones y rezaba para que él volviera. Cuando estaba a punto de dejarlo todo y de irse con aquella Antonia tentadora a Santo Domingo el Señor quiso que se le abrieran los ojos. Volvió a su esposa y cayó de rodillas pidiéndole perdón. Ella le hizo que se levantara: “Yo sabía que usted es bueno, papito, que no abandonaría a sus hijos”. La historia y el trayecto terminan a la vez. “Pero qué cuerpo hermoso tenía esa mujer”, me dice el taxista, quieto un momento y sonriendo cuando ha sacado mi maleta y la deja en la acera, en la mañana helada. “Se quitaba la ropa y uno la miraba y no sabía por dónde empezar”.