Amaneciendo

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Me gusta este mundo un poco submarino de los despertares antes del amanecer al que me asomo gracias al desorden del sueño. En Madrid me duermo tarde y cuando me levanto suele ser de día. Aquí, recién llegado, un sueño denso me vence a las diez o como máximo a las once, y cuando me despierto, plenamente descansado y despejado, todavía es de noche. La calidad del silencio es extraordinaria. Acostumbrado a la sensación neurótica de ir detrás del tiempo,  ahora parece que le he tomado delantera. En la cocina el olor del café que está haciéndose es más intenso, y el sonido de las tazas y las cucharillas tiene una nitidez más pura en este silencio. En el edificio de enfrente ya hay algunas ventanas iluminadas. En la calle las farolas alumbran el interior de una niebla de película en blanco y negro. Ya sale gente madrugadora y rápida de los portales, camino del metro, pioneros laborales del día. Siempre me han dado envidia esos escritores que dicen levantarse muy temprano y ponerse a trabajar disfrutando la quietud de estas horas. Después del desayuno enciendo el portátil y me marea un poco la luz de la pantalla. Preferible mirar por la ventana espiando la llegada lenta de la claridad, que según el testimonio de muchas novelas debería ser una “claridad lechosa”. Es primero azulada y luego gris, una luz de mañana invernal más templada que en Madrid. Me acuerdo de que Ramón Gómez de la Serna quería ser “taquígrafo del alba”. Desconcierta salir a la calle y percibir esa templanza en el aire, la gente apenas abrigada. Casi es una decepción no haber encontrado a la vuelta el frío ártico de tantos eneros.

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