Hace 26 años por ahora yo llevaba ya más de mediada la escritura de una novela que se titulaba El invierno en Lisboa y no había estado nunca en esa ciudad. Después de varios comienzos en falso, de meses perdidos en borradores estériles y callejones sin salida, la novela, su nuevo principio, había surgido como si me fuera dictada, como si yo no tuviera más que seguir un cierto tono de voz y unas estampas muy vivas visualmente que se enlazaban sin mucho esfuerzo en episodios de una historia. Por las mañanas hacía mi trabajo en el ayuntamiento de Granada y por las tardes escribía. Escuchaba ciertos discos de jazz antes de ponerme a la tarea. La trama avanzaba en dirección a Lisboa, y yo comprendía que tarde o temprano me haría falta ir allí para imaginar peripecias y encuentros que aún eran un espacio en blanco.
El 2 de diciembre por la tarde, antes de escribir, estaba escuchando un disco de Gerry Mulligan y Chet Baker -la canción Lines for Lyons para ser exactos- cuando Marilena, entonces mi mujer, embarazada casi de nueve meses, me dijo que creía que se estaba poniendo de parto. Cruzamos Granada en un taxi, en el tráfico de la tarde, yo agitando sin desenvoltura un pañuelo por la ventanilla. Poco más de una hora después había nacido Arturo y una enfermera me lo dejaba entre los brazos.
Ayer lo llamé para felicitarlo en su cumpleaños y estaba en el aeropuerto, esperando un vuelo para Lisboa. Desde principio de curso está viviendo allí, con Paula, su novia. Hace un curso intensivo de portugués y se gana la vida traduciendo y subtitulando películas. Internet y el portátil le permiten una itinerancia que en los tiempos en que él nació no era imaginable.
Esta tarde nos vamos Elvira y yo a pasar unos días con ellos. He vuelto bastantes veces a Lisboa, pero el viaje que recuerdo siempre es el primero, los tres primeros días de 1987, cuando Arturo acababa de cumplir un mes y a mí ya no me quedaba más remedio que visitar la ciudad a la que estaba a punto de ir el protagonista de mi novela. Tres días solo, porque no podía faltar más al trabajo y porque mi hijo era muy pequeño, y su hermano mayor tenía poco más de tres años. Durante esos tres días de invierno luminoso caminé por la ciudad en un estado benévolo de sonambulismo. Tomé trenes de cercanías buscando escenarios posibles: un sanatorio en una ladera, una quinta entre árboles. Llegué por azar a una calle portuaria en la que había letreros luminosos que parpadeaban en la noche con nombres de lugares exóticos. Subí al barrio alto en el Elevador del Rossio y no me costó nada imaginar en él una persecución. Como de la banda sonora de una película me acordaba de una canción de Paquito D’Rivera que se titula Brussels in the Rain.
Volví a Granada y seguí escribiendo, cada tarde, con más fluidez según se iba acercando el final. Cuando terminé la novela Arturo tenía justo dos meses y medio. Ahora se superponen en el recuerdo lejano la atmósfera de aquella ficción y las imágenes reales de mi vida de entonces.