Inesperadamente, en el sitio más improbable, uno se encuentra teniendo una conversación verdadera. Ayer por la mañana, domingo, había salido el sol y Perpignan parecía por primera vez de verdad una ciudad mediterránea. Antes sólo la había visto de noche, o bajo la lluvia, o bajo y la lluvia y desde la ventanilla de un coche o el alto ventanal del palacio de congresos, que da a una avenida de plátanos asombrosos, como galaxias de hojas, que apenas ahora empiezan a cambiar de color. Los nombres de las calles están en francés y en catalán. Los lectores franceses que me piden que les firme libros tienen con frecuencia apellidos españoles: son hijos o nietos de exiliados, o de emigrantes que vinieron en los años sesenta.En una rotonda de tráfico, un letrero en un indicador de dirección me da un escalofrío: “Argelès”. Habría querido tener un poco de tiempo libre para visitar esa playa que fue un campo de la vergüenza en el que la República francesa que sólo un año más tarde capitularía ante los invasores alemanes mantuvo hacinados a millares de republicanos españoles.
Pero quiero acordarme sobre todo del domingo por la mañana, de la avenida con palmeras que lleva a la estación de Perpiñán, Perpignan, Perpinyà, la Avenue de la Gare , de la esquina de la plaza en la que hay un café. Faltaba una hora para que saliera mi tren y me senté en la terraza con Michel Bolasell, un escritor y periodista recién jubilado que trabaja en el Centre Mediterranéen de la Literature. Tomábamos café y hacíamos tiempo conversando. Michel me contó que de niño había vivido en el barrio popular de los exiliados y de los trabajadores emigrantes españoles. Ahora es un barrio de emigrantes magrebíes. Su padre era barbero. Durante la ocupación alemana tuvo algo que ver con la Resistencia y los alemanes lo atraparon y lo deportaron. Esa experiencia de la que no habló nunca dice Michel que ensombreció su vida. Ni antes ni después de la deportación había salido nunca de Perpiñán, pero sentía una pasión por la geografía y por los mapamundis que le transmitió a su hijo. Murió a principios de los años noventa. Tiempo después, cuando Michel viajó a la Patagonia y estuvo cerca del cabo de Hornos, se acordó con emoción del dedo índice de su padre que le señalaba ese extremos del mundo en el atlas.