Dentro de un rato voy a tomar un tren a Barcelona y luego otro a Perpignan. Voy a recibir allí el Prix Mediterranée, pero la verdad es que, como aficionado a los trenes, lo que casi me hace más ilusión es el viaje en sí mismo. Noto mucho estos días el cansancio del trabajo y el de la pesadumbre pública española, la tensión constante de las malas noticias y del espectáculo bochornoso de la política y sus alrededores, la convicción que ponen los que mandan en agravar los problemas en vez de buscar los acuerdos necesarios para remediarlos, o al menos limitarlos, las mentiras pseudopatrióticas gracias a las cuales ocultan, con tanto éxito, su corrupción y su simple codicia de poder. Como dice T.S. Eliot, “la mitad del daño que se hace en este mundo se debe a gente que quiere sentirse importante”.
Voy y vuelvo. El domingo por la noche ya estoy en casa otra vez. Me apetece ver desde el tren los paisajes entre Barcelona y Perpignan. La verdad es que Francia ha sido un país muy hospitalario para mis libros desde hace muchos años. Siempre he tenido muy buenos lectores, y excelentes traductores: Jean Marie Saint-Lu el primero de todos, que traducía a Marsé, Claude Bleton después -sesiones larguísimas de preguntas sobre El jinete polaco- y, desde Plenilunio, Philippe Bataillon, que me estará esperando en Perpignan.
La bolsa de viaje, el libro, la cartera, los billetes, el móvil, el cargador del móvil, el cuaderno…